dimecres, 16 de febrer del 2005

Ensueño con una pija catalana


El resto de aquella tarde, Manolo anduvo vagando como un perro enfermo por la playa y el pinar, en torno a la Villa. La Lola nada pudo hacer por recuperarle. De nada sirvieron sus continuas llamadas de hembra rechazada y ahora sumisa que está empezando a comprender -al fin- que el sexo masculino está hecho de una materia mucho más cándido, soñadora y romántica de lo que ella creía.

Al anochecer, el muchacho seguía deambulando por los alrededores de la Villa con la esperanza de volver a ver a la señorita. Una sola vez, y sin que le diera tiempo a reaccionar, consiguió verla. Y a falta de otra cosa, desplegó el rutilante abanico de su fantasía. Ella aún no había notado su presencia. Cruzó por la mente del murciano un fugaz espejismo, residuo de los sueños heroicos de la niñez: aquello era un terrible tifón, la muchacha estaba sin sentido en el fondo de la canoa, a merced de las olas enfurecidas y del viento mientras él luchaba a pecho descubierto, ya la tenía en sus brazos, desmayada, gimiendo, las ropas, desgarradas, empapadas (¡despierte, señorita, despierte!), sangre en los muslos soleados y ese arañazo en un rubio seno, picadura de víbora, hay que sorber rápidamente el veneno, hay que curarla y encender un fuego y quitarle las ropas mojadas para que no se enfríe, los dos envueltos en una manta, o mejor llevarla en volandas a la Villa.

El haber sabido respetar su desnudez abría una intimidad fulgurante que le daría acceso a las luminosas regiones hasta ahora prohibidas ("papà, et presento el meu salvadó...", "Jove, no sé com agrair-li, segui, per favor, prengui una copeta...") y él, que se había herido en una pierna al trepar por las rocas con la bella en brazos (¿o era un esguince de haber jugado al tenis?) cojeaba, cojeaba, cojeaba elegantemente, melancólicamente al avanzar ante la admiración y expectación general hacia el cómodo sillón de la terraza, hacia una bien ganada paz y dignidad futuras...


Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, 38

dijous, 3 de febrer del 2005

Desinfectando el cielo


Un teólogo me dijo una vez que las visiones de Ezequiel no eran más que síntomas mórbidos y que, cuando Moisés y otros profetas oían 'voces' que les hablaban, estaban sufriendo alucinaciones. Se puede imaginar el pánico que sintió al experimentar 'espontáneamente' algo parecido a eso. El hombre primitivo enfrentado con una conmoción de este tipo no dudaría de su salud mental: pensaría en fetiches, espíritus o dioses. Sin embargo, las emociones que nos afectan son las mismas. De hecho, los terrores que proceden de nuestra complicada civilización pueden ser más amenazadores que los que el hombre primitivo atribuye a los demonios.

La actitud del hombre moderno civilizado me recuerda, a veces, a un paciente psicópata de mi clínica que también era médico. Una mañana le pregunté qué tal estaba. Me contestó que había pasado una noche maravillosa desinfectando todo el cielo con cloruro mercurioso, pero que durante toda esa tarea sanitaria no había encontrado rastro alguno de Dios.

Carl G. Jung, El hombre y sus símbolos, 40


dissabte, 29 de gener del 2005

Surrealismo bíblico

Sansón bajó a Timná y al llegar a las viñas de Timná vio un leoncillo que venía rugiendo a su encuentro. El espíritu de Yahvé le invadió y sin tener nada en la mano, Sansón despedazó al león como se despedaza a un cabrito. Pero no contó ni a su padre ni a su madre lo que había hecho. Bajó y habló con la mujer, lo cual le agradó. Algún tiempo después volvió Sansón para casarse con ella. Dio un rodeo para ver el cadáver del león y resulta que en el esqueleto del león había un enjambre de abejas con miel. La recogió en su mano y la iba comiendo según caminaba.

Jueces 14, 5-9

dijous, 30 de desembre del 2004

Vivir del olfato


La garrapata espera en las ramas de un arbusto para caer sobre algún animal de sangre caliente. Parece que al carecer de ojos tiene en la piel un sentido general lumínico para orientarse en el camino hacia arriba cuando trepa hacia el punto de espera. Este animal ciego y mudo nota la proximidad de la presa por el sentido del olfato, que está determinado sólo al único olor que desprenden todos los mamíferos: el ácido bitúrico.

Ante esta 'señal' se deja caer y cuando cae sobre algo caliente y consigue la presa, continua con el sentido del tacto y de la temperatura hasta que halla el sitio más caliente, es decir, el que no tiene pelo, perfora el tejido de la piel y chupa la sangre.

Así pues, el mundo de la garrapata consta únicamente de percepciones de luz y calor y de una sola cualidad odorífera. Una vez finaliza su primer y único alimento se deja caer al suelo, pone los huevos y muere.

Arnold Gehlen, El hombre, 84

dilluns, 15 de novembre del 2004

Golosinas para nadie


Se ha establecido en la moral moderna la regla de preferencia de que el trabajo útil es mejor que el goce de lo agradable. Esto revela un 'ascetismo' específicamente moderno, que fue extraño por igual a la Edad Media y a la Antigüedad y cuyas fuerzas impulsoras son una componente muy importante de las fuerzas internas que han conducido al desarrollo del capitalismo.

El ascetismo moderno se revela en el hecho de que el goce de lo agradable que se refiere todo lo útil, experimenta un progresivo desplazamiento hasta que, finalmente, lo agradable queda subordinado a lo útil. Establece un mecanismo complicadísimo para la producción de cosas agradables, poniendo a su servicio un trabajo inconsciente: sin atender para nada al goce final de esas cosas agradables.

Al final, resulta que aquellos que más trabajo útil hacen y más se apoderan de los medios externos necesarios para el goce, son los que menos pueden gozas. Y en cambio, los grupos más ricos de vida, aquellos a quienes precisamente la voluntad de goce no les permite concurrir con el trabajo de los demás, carecen cada vez más de los medios para engendrar el goce.

Con esto, la civilización moderna muestra la tendencia a no dejar que nadie aproveche el infinito cúmulo de cosas agradables que produce. Y preguntamos: ¿a qué viene esa infinita producción de cosas agradables, si el tipo que se agota en producirlas y las posee es el que, por naturaleza no puede gozarlas mientras que el que podría gozarlas no las posee?

Cosas muy alegres, contempladas por hombres muy tristes que no saben qué hacer con ellas. Tal es el sentido de nuestra cultura.


Max Scheler, El resentimiento en la moral, 150

dijous, 11 de novembre del 2004

Amor griego y amor galileo

EL AMOR EN LA ANTIGÜEDAD

Todos los pensadores, poetas y moralistas antiguos coinciden en creer que el amor es una aspiración, una tendencia de lo inferior a lo superior, de lo imperfecto a lo perfecto. Todas las relaciones de amor entre los hombres se dividen en un 'amante' y un 'ser amado': y el ser amado es siempre el más noble, la parte más perfecta y a la vez el prototipo para el ser, querer y obrar del amante.

Ya Platón dice: "Si fuéramos dioses, no amaríamos", pues en el ser perfectísimo no puede haber ninguna aspiración o necesidad. El amor es aquí sólo un camino, un método. Y según Aristóteles, en todas las cosas radica un impulso hacia la divinidad, ser pensante, feliz en sí y que 'mueve el mundo' como 'primer motor', pero no como mueve un ser que quiere y obra hacia fuera, sino como "lo amado mueve al amante", esto es, atrayéndolo, seduciéndolo. La esencia del amor antiguo está elevada a lo absoluto e ilimitado con singular sublimidad, con una belleza y frialdad netamente antiguas.

EL AMOR EN EL CRISTIANISMO

En la concepción cristiana se vuelve descaradamente la espalda al axioma griego, según el cual el amor es una aspiración de lo inferior a lo superior. A la inversa, el amor debe mostrarse justamente en el hecho de que lo noble se rebaje y descienda hacia lo innoble, el sano hacia el enfermo, el rico hacia el pobre, el mesías hacia los publicanos y pecadores. Y ello sin la angustia antigua a volverse uno mismo innoble.

Ahora Dios ya no es un eterno término en reposo, comparable a una estrella que mueve al mundo como "lo amado mueve al amante" sino que su esencia misma se torna amor y, por consiguiente, creación, voluntad y obra. En lugar del eterno 'primer motor' del mundo aparece el 'creador' que lo creó 'por amor'.

Lo monstruoso para el hombre antiguo, lo paradójico, según sus axiomas, ha sucedido en Galilea: ¡Dios ha descendido espontáneamente hacia el hombre haciéndose un siervo y muriendo en la cruz! Ya no hay una idea de un 'bien supremo' que tenga un contenido más allá y con independencia del acto de amor mismo y de su movimiento. El 'summum bonum' es ahora, no un valor de la cosa, sino de acto: es el valor del amor mismo como amor, no por lo que haga o produzca.

Si se le dice al joven rico (Mc 10, 17-27) que se desprenda de sus riquezas y las dé a los pobres, no es porque los pobres reciban algo, ni porque se alcance con ello un reparto de la riqueza más propio para el bienestar general, ni tampoco porque la pobreza sea en sí mejor que la riqueza, sino porque el 'acto' de desprenderse, la libertad y plenitud que se da a conocer en este acto ennoblecen al joven rico y lo hacen todavía más 'rico' de lo que es.


Max Scheler, El resentimiento en la moral, 73 /81



Amor griego


Todos los pensadores, poetas y moralistas antiguos coinciden en creer que el amor es una aspiración, una tendencia de lo inferior a lo superior, de lo imperfecto a lo perfecto. Todas las relaciones de amor entre los hombres se dividen en un 'amante' y un 'ser amado': y el ser amado es siempre el más noble, la parte más perfecta y a la vez el prototipo para el ser, querer y obrar del amante.

Ya Platón dice: "Si fuéramos dioses, no amaríamos", pues en el ser perfectísimo no puede haber ninguna aspiración o necesidad. El amor es aquí sólo un camino, un método. Y según Aristóteles, en todas las cosas radica un impulso hacia la divinidad, ser pensante, feliz en sí y que 'mueve el mundo' como 'primer motor', pero no como mueve un ser que quiere y obra hacia fuera, sino como "lo amado mueve al amante", esto es, atrayéndolo, seduciéndolo. La esencia del amor antiguo está elevada a lo absoluto e ilimitado con singular sublimidad, con una belleza y frialdad netamente antiguas.

Max Scheler, El resentimiento en la moral, 72

dimecres, 10 de novembre del 2004

La belleza del otro


La envidia más impotente es a la vez la envidia más temible. La envidia que suscita el resentimiento más fuerte es la que se dirige al ser y existir de una persona extraña: la envidia existencial.

Esta envidia murmura continuamente: "Puedo perdonártelo todo, menos que seas y que seas el ser que eres, menos que yo no sea lo que tú eres, que yo no sea tú". Las dotes innatas de naturaleza y de carácter de los individuos y los grupos son, sobre todo, las que suelen suscitar la envidia del resentimiento: la envidia a la belleza, la raza, a los valores hereditarios del carácter es, pues, suscitada en mayor medida que la envidia a la riqueza, a la posición, al nombre o a los honores.

Max Scheler, El resentimiento en la moral, 32

dilluns, 8 de novembre del 2004

Lágrimas de fantasía


El llanto no es en modo alguno la expresión directa del dolor, pues son raros los dolores que hacen llorar. A mi juicio no lloramos nunca por el dolor que sentimos inmediatamente, sino por el retorno de su imagen a nuestra reflexión.

Llorar es sentir compasión de sí mismo, o sea la piedad que vuelve a su punto de partida. Está, por consiguiente, condicionado por la capacidad de amar y de compadecer, y por la fantasía. Por eso el hombre duro de corazón y que no tiene imaginación, difícilmente llora.

Los niños, cuando se hacen daño, no rompen a llorar hasta que se les compadece. No es el dolor, sino su representación el motivo de su llanto.


Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, 290

dissabte, 6 de novembre del 2004

Perderse por perderse


El más moderno y 'estético' de los laberintos y de los nudos no es aquél en el cual prevalece el placer de la solución, sino aquél en el cual domina el gusto del extravío y el misterio del enigma. Algo así como quería Borges: "La solución del misterio es siempre inferior al misterio mismo. El misterio tiene que ver incluso con lo divino. La solución, con un truco de prestidigitador".

No hay un enigma tan divertido como aquél del cual se hace una hipótesis de solución pero del que la solución misma no llega nunca. Los 'prestidigitadores' Edipo, Teseo y Perseo no son demasiado simpáticos para le mente neobarroca. Gusta más el riesgo intelectual que los precede.

Omar Calabrese, La era neobarroca, 157