dimecres, 15 de novembre del 2006

Bodegones religiosos



'Made in’ España
MANUEL VICENT EL PAIS SEMANAL - 12-11-2006

La pintura española se ha permitido pocos placeres. En la historia de la pintura española apenas existen cuadros que expresen la alegría de vivir o que exalten el hecho de estar en este mundo como algo agradable. El goce de los sentidos, en general, no ha sido motivo de inspiración para nuestros artistas, quienes, en cambio, haciendo de la necesidad virtud, en pleno Siglo de Oro parece que hallaron un íntimo disfrute pintando cristos lacerados, santos torturados, vírgenes dolorosas y monjes místicos con el único fin de mover a los fieles a la piedad.

Después de reponer fuerzas en una serie de bodegones austeros donde los arenques, cardos y pandehigos eran los supremos manjares, nuestro arte abandonó el siglo XVII para llegar a la etapa goyesca de los fusilamientos, pinturas negras, tauromaquias, desastres de la guerra, aquelarres con brujas volando sobre sus escobas, que acabaron por tomar tierra en medio de la destrucción y tortura de formas de Picasso.

Paradójicamente se llamaba “gentes de placer” a los enanos, monstruos y bufones que servían de diversión a los reyes de la Casa de Austria. Todos ellos, los propios monarcas, las infantas y esas deformes criaturas junto con las meninas, fueron pintados por los artistas más insignes de su tiempo hasta formar un friso histórico en que no se sabe qué línea separa la naturaleza caída de la deformación física, el sentido de la culpa del flagelo sadomasoquista, el tenebrismo del pecado. En el cuadro de El Bosco El jardín de las delicias, uno de los fundamentos del Museo del Prado, el título evoca una dicha campestre, pero no es sino una sátira sobre un fondo escatológico de postrimerías, lleno de trasgos y ajusticiamientos, preludio del infierno.



A causa de un azar histórico España tuvo que asumir el protagonismo de la Contrarreforma, una empresa religioso-política que la dejó desangrada y económicamente exhausta. Lutero se llevó la pura almendra de la fe y dejó la cáscara de la religión para la Iglesia católica. Los templos protestantes de paredes limpias, despojados de imágenes; la interpretación personal de la Biblia; la relación íntima con Dios para dirimir el amor y la culpa sin intermediarios y el sentido de la salvación mediante el esfuerzo y el éxito en el trabajo contrastaban con el gran boato exterior de la liturgia, las ceremonias espectaculares, el barroquismo de los templos católicos, la multiplicación de las órdenes religiosas y el destino histórico de llevar la fe al Nuevo Mundo a cambio del oro, que en parte servía para elaborar la orfebrería religiosa hasta el límite de esplendor.

La Iglesia católica era la primera y única fuente de encargos para los pintores, imagineros y orfebres, que debían atenerse a las normas establecidas en el Concilio de Trento. La pintura española del siglo XVII es esencialmente religiosa y alegórica; en ella los vasos de oro son siempre cálices y copones, pero nunca jarras de vino feliz, como en los banquetes burgueses de Rembrandt y de Frans Hals. Las espléndidas redondeces de las mujeres de Rubens contrastan con las figuras de El Greco cuyos ojos están quemados de misticismo y sus cuerpos semejan llamaradas de carne. También son religiosos los bodegones de Sánchez Cotán y los de Van der Hamen. En ellos un pichón colgado del dintel de una ventana o un nabo, un cardo o unos membrillos en el alféizar nos advierten de que no hemos venido a este mundo para quedarnos.

SI EN GENERAL LA PINTURA ESPAÑOLA no está hecha para excitar el placer de los sentidos, en cambio ha producido genios ineludibles, que han llevado a la cumbre el goce del espíritu. Dentro de la propia austeridad no se puede ocultar la suprema elegancia de los monjes blancos de Zurbarán en sus desolados refectorios ni la delicada espiritualidad de cualquier limón posado en un frutero. Más allá de las edulcoradas Inmaculadas y los delicados juegos de la Virgen con su Hijo y el primo san Juan Bautista cuando eran niños, el Murillo más auténtico está en sus cuadros de niños pordioseros de las calles de Sevilla, destrozados por la miseria, que se conservan en el Museo de Múnich.

Puede que Velázquez, que venía del naturalismo de Caravaggio, quería ser Tiziano, al que descubrió en su primer viaje a Italia, y en su inútil empeño por imitar su composición a través del color, se quedó a mitad de camino y descubrió la atmósfera, que le llevó a convertirse, tal vez, en el mejor pintor de todos los tiempos. El Cristo de Velázquez, según Eugenio d’Ors, divide la historia de la pintura en dos: hasta ese momento, las formas caían; a partir de esa pintura sobre un fondo negro intemporal, las formas comienzan a volar.

También Goya comenzó pintando cuadros religiosos, pero muy pronto se pasó a la pintura civil, artista de palacio, amigo de ilustrados, en pleno siglo de las luces. Como retratista de la Corte y de las altas damas y prohombres de su tiempo, probablemente Goya intentaba pintar retratos con la elegancia del inglés Reynolds y expresar un mundo de dicha evanescente en sus cartones para tapices, pero enseguida descubría que esa estética no se correspondía con la barbarie que hallaba a su alrededor, y la cólera con que cogía los pinceles para demostrarlo lo convirtió en un genio.

La gama más exquisita de los colores le sirve a Goya para sacar la ira de su espíritu atormentado. En el fondo también son religiosos los sueños de sus pinturas negras y no deja de ser el primer cristo moderno ese patriota de camisa blanca y pantalones amarillos, que en los Fusilamientos del 3 de mayo abre los brazos en cruz para recibir en el corazón el plomo de los franceses.

La historia de la pintura española desemboca de un modo ineludible en Picasso, cuyo genio consistió en volverla del revés hasta sacarle de las entrañas el pecado, la culpa y el dolor que llevaban dentro. Entró en ellas como un demonio poseedor del espíritu del No y las interpretó como los antiguos interrogaban el hígado de las ocas. Para eso necesitaba destruirlas y al mismo tiempo purificarlas inventándolas desde formas nuevas. El propio Guernica es la hipóstasis de La tauromaquia y Los desastres de la guerra, de Goya; el cuadro de La costurera, de Velázquez, se convertirá en La planchadora, de la época azul; el óleo Infantes don Felipe y doña Ana, de Pantoja de la Cruz, serán Claude y Paloma, los hijos de Picasso, pintados en Vallauris. El genio de Picasso también halló inspiración entrando a saco en meninas e infantas, hasta quebrar el último peldaño de la escalera. Y así sucesivamente.

La historia de la pintura española no está hecha para llevar nuestros sentidos a la sensualidad. Se trata sólo de una escalada ascética hacia la elegancia del espíritu más refinado. Su evidente patetismo refleja muy bien a un pueblo austero y dramático, pero lleno de una sensibilidad que fue llevada a la cima por sus místicos.

Nuestros artistas más geniales, en una exposición única. ‘Pintura española de El Greco a Picasso’ es una lección de arte hispano en Nueva York. Más de un centenar de obras maestras, prestadas por más de 70 museos y coleccionistas privados, aterrizarán en el Guggenheim para mostrar el genio español


MANUEL VICENT
EL PAIS SEMANAL - 12-11-2006 / FOTO: 'BODEGÓN CON CACHARROS', DE FRANCISCO DE ZURBARÁN

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