Joan Pau Inarejos
Las recientes exposiciones sobre Edward Hopper han reavivado el interés por uno de los grandes creadores de imágenes del siglo XX. Pintor de mujeres absortas y soledades diurnas, Hopper pasa como un retratista excepcional de la fragilidad moderna. Capturó como nadie el mundo del aislamiento industrial, y ahí es donde algunos quieren ver un cierto deje nostálgico. Un luto secreto por la patria ausente. Según Oriol Pi de Cabanyes (La Vanguardia, 24/09/2012), la América de Hopper es “una nación moderna, urbana, pero que añora la conquista del Oeste y el impulso vital de los pioneros”.
Nostalgia del Oeste. El urbanita del apartamento evoca al cowboy de las praderas, dos soledades bien diferentes. También hay una nostalgia del Este: los países de la antigua órbita soviética que suspiran por el orden y las seguridades económicas del viejo manto comunista. Los alemanes tienen su propio término para denominar este sentimiento renuente (la Ostalgie, de Ost, este, y Nostalgie), una película (‘Good bye, Lenin’) e incluso una mascota, el Ampelmännchen o antiguo hombrecillo con sombrero que aparecía en los semáforos de la extinta República Democrática Alemana (regla para acordarse: la que no era democrática).
La nostalgia, según su certera etimilogía griega, es el “dolor del regreso”, del regreso imposible, y las canciones italianas han dado fe de su musicalidad. Es una de esas palabras bellas y lánguidas que redimen emociones negativas, igual que la elegante melancolía, frente a la fealdad informe que nos brindan la náuseao la peste, tan caras a los textos de Sartre o Camus. Los existencialistas se dolían del vacío y se miraban desesperadamente a si mismos, mientras que los nostálgicos, por lo menos, tienen un hogar que añorar. Y miran hacia el mar.
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