por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
“Dejemos de lado la ética: ¿qué hay de mí?”. Noah Baumbach escribe frases como esta, y se queda tan fresco, y hasta filma una película entera sobre los egos, las frustraciones, los anhelos y los miedos que sobrevienen con la crisis de los cuarenta (o de los treinta, o de los cincuenta, que para el caso es lo mismo; si los políticos siempre están en campaña, nosotros siempre podemos encontrar motivos para estar en crisis). Una película que quiere ser comedia por fuera y drama por dentro, que nunca decepciona con su torbellino de diálogos acerados, pero que en conjunto quizá no acaba de saber lo que quiere ser cuando sea mayor.
A bote pronto, hay que tener las gónadas muy bien puestas para escoger a Ben Stiller como protagonista de una comedia urbana con aires, digamos, woodyallenianos y más aún, con aspiraciones existenciales. El sufrido yerno de ‘Los padres de ella’ es tan solvente poniendo muecas contritas y pasando noches locas en el museo que ya no podemos imaginarlo de otra guisa. Es el problema de tener un físico tan marcado, y, por qué no decirlo, insuficientes tablas para trascenderlo. Entendámonos, no es que sea muy mal actor: es que es demasiado Ben Stiller. Y hasta aquí saldamos cuentas con Follen.
A su lado, Naomi Watts pone el centro de gravedad dramático, la matizada alma femenina, demostrándonos lo que podía haber sido Nicole Kidman de no haber enfermado a base de bótox y estrellitis. Natural, madura, sensible y profesional, la rubia angloaustraliana es Cornelia, esta cuarentona aún atractiva, algo desencantada, obligada a soportar el ataque de peterpanismo de su marido y su eterna búsqueda del éxito profesional. Una búsqueda empantanada y estéril hasta que, de repente, una pareja de pipiolos se cruza en su camino.
El choque de los dos mundos, los jóvenes y los no tan jóvenes, asegura toda una ristra de escenas cómicas y momentos de catarsis biográfica para el espectador nacido antes de 1985. Mientras nosotros nos rodeamos de tecnología asistencial, ellos viven en una alegre precariedad sin tiempo (“no lo busquemos en Google: quedémonos sin saberlo”). Mientras nosotros lo compramos todo, ellos lo fabrican. Mientras nosotros perseguimos la fórmula del éxito, ellos la inventan, o incluso se la encuentran por la calle. Mientras nosotros emulamos a los toreros orgullosos y entonamos el “Dejadme solo”, ellos viven en un mundo wiki y lo hacen todo entre todos. Un paraíso sin derechos de autor ni ansiedades biográficas.
Por supuesto, ni todos los jóvenes son esos nuevos hippies que dibuja la película de Baumbach, ni todos los postjóvenes viven con el agobio y el acomodo material de Ben Stiller y Naomi Watts. Son estereotipos, estereotipos ácidos, más o menos bien cortados, con los que juega el director hasta la extenuación, tirando si hace falta de la pantalla partida o de recursos unas veces facilones (la contraposición de los personajes, la imitación del sombrero, la escena de la bicicleta y la artrosis) y otras veces con destellos dignos de gran cine (el encuentro de los dos hombres en la gala, donde uno está literalmente disfrazado del otro, en un paradójico intercambio de papeles).
El clímax de la sala de fiestas, con el cruce eléctrico de diálogos y el definitivo desnudamiento/derrumbamiento del protagonista, condensa lo mejor de la película y hace olvidar sus defectos y sus desvaríos innecesarios, chamanes incluidos. Más que contenido, le falta artesanía, porque Baumbach va sobrado de ideas interesantes e incluso de moralejas, que podríamos resumir así: cada uno en su sitio, no añoremos lo que no tenemos, y, por Dios, si procreamos, recordemos que se trata de educar a los niños y no de infantilizarnos nosotros.
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