Viaje en agosto de 2008
Para mí la gran revelación de Asturias ha sido, sin duda, la modesta ciudad de Avilés, cuya única referencia era el equipo de fútbol y una vaga e injusta fama de urbe gris. Lo cierto es que, rodeada de un potente cinturón industrial y portuario, el enclave asturiano guarda en su corazón un encantador casco antiguo. Avilés está casi enteramente recorrida por soportales y fachadas pintadas de colores, y oculta rincones preciosos, como la plaza de El Carbayo y su menuda iglesia marinera. Se puede admirar el juego de la piedra en las filigranas románicas, la piel barroca del palacio de Camposagrado o los rostros caricaturescos de la fuente de Los Caños. Ciudad profundamente atlántica, donde cabe reseguir sus lazos con América e incluso con una foca que arribó al puerto en la década de 1950. Avilés, desconocida y sorprendente.
Aún atestado de turistas, el paraje de los lagos Enol y Ercina, en los Picos de Europa, no deja de cautivar. Salpicado de vacas y flores amarillas, este verde remanso de las alturas se deja pasear sin fatiga. La estampa del agua cristalina en la falda de gigantes rocosos queda grabada en la retina. También las poderosas siluetas bovinas.
Vista con calma, la gran ciudad costera de Asturias bien merece un indulto. No puede medirse con Oviedo -la hermana bella- o San Sebastián -que le gana en modernidad y encanto-, pero pueden citarse algunos reclamos en su defensa. A saber: la cala rocosa y cristalina que duerme bajo la iglesia de San Pedro, las calles marítimas del barrio de Cimadevilla, repletas de sidrerías, o el gigante de hormigón de Eduardo Chillida, el 'Elogio del horizonte' sobre el cerro de Santa Catalina.
Para mí la gran revelación de Asturias ha sido, sin duda, la modesta ciudad de Avilés, cuya única referencia era el equipo de fútbol y una vaga e injusta fama de urbe gris. Lo cierto es que, rodeada de un potente cinturón industrial y portuario, el enclave asturiano guarda en su corazón un encantador casco antiguo. Avilés está casi enteramente recorrida por soportales y fachadas pintadas de colores, y oculta rincones preciosos, como la plaza de El Carbayo y su menuda iglesia marinera. Se puede admirar el juego de la piedra en las filigranas románicas, la piel barroca del palacio de Camposagrado o los rostros caricaturescos de la fuente de Los Caños. Ciudad profundamente atlántica, donde cabe reseguir sus lazos con América e incluso con una foca que arribó al puerto en la década de 1950. Avilés, desconocida y sorprendente.
Aún atestado de turistas, el paraje de los lagos Enol y Ercina, en los Picos de Europa, no deja de cautivar. Salpicado de vacas y flores amarillas, este verde remanso de las alturas se deja pasear sin fatiga. La estampa del agua cristalina en la falda de gigantes rocosos queda grabada en la retina. También las poderosas siluetas bovinas.
Vista con calma, la gran ciudad costera de Asturias bien merece un indulto. No puede medirse con Oviedo -la hermana bella- o San Sebastián -que le gana en modernidad y encanto-, pero pueden citarse algunos reclamos en su defensa. A saber: la cala rocosa y cristalina que duerme bajo la iglesia de San Pedro, las calles marítimas del barrio de Cimadevilla, repletas de sidrerías, o el gigante de hormigón de Eduardo Chillida, el 'Elogio del horizonte' sobre el cerro de Santa Catalina.
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