Subir a Pals es como asomarse al dragón. Entornando los ojos, uno puede fabular con una bestia escamosa dándose un zambullido frente a la playa. Sin duda, contemplar las Illes Medes en lontananza es el regalo inesperado de este bello enclave medieval, al que hemos llegado a la hora del Ángelus, entre espigas y campos dorados. Del vetusto Pals se puede decir que es una miniatura perfecta, una auténtica mónada del ancho Empordà que habremos de recorrer: ajedrezado por campos multicolores, lo poblan austeros megalitos medievales y parece serenamente sentado a mirar el mar.
de muertos y demonios
Será por sus oscuras raíces medievales, pero tienen estas tierras un suave perfume nigromante: así parecía anunciarlo la manada de gatos negros, mirones y sibilinos, que nos recibió la primera noche al subir a Pals, y así lo confirma el nido de gárgolas y demonios que germina en las bambalinas de la iglesia de Santa Maria de Castelló.
Para más indicios tanatófilos, en otra villa de la comarca, Verges, tienen el raro honor de seguir bailando una danza de la muerte medieval, y, donde ayer se conjuraban contra la peste y la guerra, quién sabe si hoy ruegan por la resurrección del sector servicios. El caso es que paseando por la aldea milenaria, tan volcada con su anual infierno viviente, puede uno toparse con algo tan excéntrico como un taller de la muerte: ahí asoman, por una puerta entreabierta, las calaveras almacenadas que deben de esperar una sesión de abrillantado, una reparación de urgencia, o quizá, como todas las vedettes, un último repaso de maquillaje.
la deseada
Como sucede en todas las tierras hermosas, y más si son fronterizas, el Empordà está poseído por otros: no sólo en las colonias de guiris que se asientan en las playas, sino también en feudos interiores como Rupià, vieja aldea poblada de descamisados inquilinos que tienen toda la pinta de barceloneses en busca de la Arcadia perdida -aunque no tengo pruebas. Y que los turistas espirituales vengan aquí, desde luego, no es de extrañar: por todas partes se respira una honda calma de piedra y de tierra fértil. Vedlo en este diminuto enclave de nombre sobrecogedor, Ultramort, donde el sol bañaba la campiña tras las humildes tejas y macetas florecidas.
la ben plantada
Os presento a la señora del Empordà. Esta matriarca ben plantada custodia todo el horizonte de la comarca y responde al nombre de Santa Maria de Castelló d'Empúries. La hermosísima iglesia condal ha mantenido toda su lozanía gótica sin tener que recurrir a los manidos lifitings barrocos y, en su amplio interior, florece y respira con toda la luz de sus hermanas mediterráneas de Girona y Barcelona. Sin embargo, digan lo que digan los teólogos, la belleza no es eterna. "A veure si parleu bé de nosaltres", nos ruega el párroco con media sonrisa, "perquè l'església s'està caient a trossos i amb això de la crisi no ens ajuda ningú. Ni el bisbat". Al parecer, a Santa Maria, con 800 años a su espaldas, le puede venir de un mal ciclo económico.
.las verbenas y los bichos
De noche, Begur huele a geranio. En las veladas de verano, las ciudades de la Costa Brava tienen ese aire que cantaba Maragall, de nit incendiada, fresca, suau i candorosa, ecos y aromas de pólvora, de cava, de banderas de papel y murmullos de cobla al aire libre. Serpenteando por las calles de Begur, dejamos atrás los flauteos sardanísticos y espiamos una terraza señorial a pie de calle, un orientalismo anecdótico y extravagante donde, por ejemplo, podemos imaginar al rey Baltasar leyendo cartas de amor. Nadie nos descubre, salvo una fortuita araña que recuelga de la reja de entrada.
Desde luego, salvo los entomólogos, la gente no suele viajar para admirar la vida microscópica, pero ahí está toda la retahíla de bichos y menudeces biológicas, siempre acompañando nuestros ajetreados andares de turista. Lagartijas fugitivas, libélulas recién fenecidas o vibrantes bancos de pececillos que se escabullían a nuestro paso en el puerto de l'Estartit...
s'agrafies
Nuestro recorrido marítimo termina aquí, en las frondosidades minerales y coralinas de S'Agaró, paisaje arrobador que puedo multiplicar en serigrafías warholianas por obra y gracia de la fotografía digital.
Y aquí, en la guarida de S'Agaró, nos reencontramos con el dragón, tendido sobre las aguas con sus imponentes patas rugosas. Lo cierto es que, viéndolo hacer la siesta bajo los ramajes de pino, el monstruo no parece tan temible.
de muertos y demonios
Será por sus oscuras raíces medievales, pero tienen estas tierras un suave perfume nigromante: así parecía anunciarlo la manada de gatos negros, mirones y sibilinos, que nos recibió la primera noche al subir a Pals, y así lo confirma el nido de gárgolas y demonios que germina en las bambalinas de la iglesia de Santa Maria de Castelló.
Para más indicios tanatófilos, en otra villa de la comarca, Verges, tienen el raro honor de seguir bailando una danza de la muerte medieval, y, donde ayer se conjuraban contra la peste y la guerra, quién sabe si hoy ruegan por la resurrección del sector servicios. El caso es que paseando por la aldea milenaria, tan volcada con su anual infierno viviente, puede uno toparse con algo tan excéntrico como un taller de la muerte: ahí asoman, por una puerta entreabierta, las calaveras almacenadas que deben de esperar una sesión de abrillantado, una reparación de urgencia, o quizá, como todas las vedettes, un último repaso de maquillaje.
la deseada
Como sucede en todas las tierras hermosas, y más si son fronterizas, el Empordà está poseído por otros: no sólo en las colonias de guiris que se asientan en las playas, sino también en feudos interiores como Rupià, vieja aldea poblada de descamisados inquilinos que tienen toda la pinta de barceloneses en busca de la Arcadia perdida -aunque no tengo pruebas. Y que los turistas espirituales vengan aquí, desde luego, no es de extrañar: por todas partes se respira una honda calma de piedra y de tierra fértil. Vedlo en este diminuto enclave de nombre sobrecogedor, Ultramort, donde el sol bañaba la campiña tras las humildes tejas y macetas florecidas.
la ben plantada
Os presento a la señora del Empordà. Esta matriarca ben plantada custodia todo el horizonte de la comarca y responde al nombre de Santa Maria de Castelló d'Empúries. La hermosísima iglesia condal ha mantenido toda su lozanía gótica sin tener que recurrir a los manidos lifitings barrocos y, en su amplio interior, florece y respira con toda la luz de sus hermanas mediterráneas de Girona y Barcelona. Sin embargo, digan lo que digan los teólogos, la belleza no es eterna. "A veure si parleu bé de nosaltres", nos ruega el párroco con media sonrisa, "perquè l'església s'està caient a trossos i amb això de la crisi no ens ajuda ningú. Ni el bisbat". Al parecer, a Santa Maria, con 800 años a su espaldas, le puede venir de un mal ciclo económico.
.las verbenas y los bichos
De noche, Begur huele a geranio. En las veladas de verano, las ciudades de la Costa Brava tienen ese aire que cantaba Maragall, de nit incendiada, fresca, suau i candorosa, ecos y aromas de pólvora, de cava, de banderas de papel y murmullos de cobla al aire libre. Serpenteando por las calles de Begur, dejamos atrás los flauteos sardanísticos y espiamos una terraza señorial a pie de calle, un orientalismo anecdótico y extravagante donde, por ejemplo, podemos imaginar al rey Baltasar leyendo cartas de amor. Nadie nos descubre, salvo una fortuita araña que recuelga de la reja de entrada.
Desde luego, salvo los entomólogos, la gente no suele viajar para admirar la vida microscópica, pero ahí está toda la retahíla de bichos y menudeces biológicas, siempre acompañando nuestros ajetreados andares de turista. Lagartijas fugitivas, libélulas recién fenecidas o vibrantes bancos de pececillos que se escabullían a nuestro paso en el puerto de l'Estartit...
s'agrafies
Nuestro recorrido marítimo termina aquí, en las frondosidades minerales y coralinas de S'Agaró, paisaje arrobador que puedo multiplicar en serigrafías warholianas por obra y gracia de la fotografía digital.
Y aquí, en la guarida de S'Agaró, nos reencontramos con el dragón, tendido sobre las aguas con sus imponentes patas rugosas. Lo cierto es que, viéndolo hacer la siesta bajo los ramajes de pino, el monstruo no parece tan temible.
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