dilluns, 2 de novembre del 2009

'A la deriva': desesperación con apuntador


LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LA BUTACA
¿y tú qué opinas? ¿qué películas te han gustado últimamente?

por JOAN PAU INAREJOS

Nota: 6

Una joven cooperante huye de los traumas del África negra y se refugia en los rigores de un misterioso centro de internamiento, donde trabajará como vigilante de seguridad. Este es el punto de partida de A la deriva, la nueva obra de Ventura Pons -basada en una obra de Lluís-Anton Baulenas- que propone una fábula teatral -y teatralizada- sobre la muerte de las utopías.

Fracasado el sueño altruísta de la ONG, nublado el máximo horizonte ético, la antiheroína Anna (Maria Molins) desechará cualquier reliquia de su antigua vida estable, llámese familia, pareja u hogar, y se lanzará a vivir entre lugares de paso tan banales como cámpings poblados por guiris o estaciones de servicio donde se celebran verbenas.

Lo mejor. A la deriva plasma certeramente la búsqueda desesperada de intensidad tan cara a los urbanitas contemporáneos: autocondenada a las prisiones de la mediocridad, Anna buscará la última utopía, el último chute, directo a la vena, en forma de fantasía apasionada con un extraño lisiado que la llama por su nombre, como oscuro tambor del inconsciente.

La película se beneficia de portentosas interpretaciones: Maria Molins y Roger Coma bordan sus papeles de extraños heridos que se encuentran en asépticos limbos, cubículos por donde también desfila todo un Fernando Guillén, encarnando a un demente que asiste a la historia como insólito convidado de piedra.

Lo peor. Pero pese a las rotundas individualidades, el conjunto acaba resultando discursero y envarado, marca de la casa de Ventura Pons. A buen seguro los 90 minutos de la cinta son puro caviar intelectual, exquisito manjar decadente, y, aunque sobre gastronomía cinematográfica no hay nada escrito, me cuento entre los espectadores que prefieren derribar bastidores y bajar a la calle para saborear el menú del día.


Postdata. En A la deriva también asistimos con cara de palo a una serie de escenas en las que el histriónico Boris Izaguirre se limita a interpretarse a sí mismo, sin mayor justificación narrativa. Corta, pega, y que viva el cameo.


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