“Tuvo que descender en paracaídas atravesando el vientre de la nube feroz; pudo explicar cómo su cuerpo se había hinchado y deshinchado”
Casi todas las expresiones que incluyen la palabra nube tienen connotaciones negativas. Si "una nube se cierne sobre el horizonte inmobiliario", ello significa que a los promotores les va a ir mal. Empleamos imágenes como "una nube de verano" para ilustrar un amor breve y superficial. "Tener la cabeza en las nubes" se aplica a aquel que en lugar de estar centrado en su trabajo da libre curso a sus pensamientos alados.
Esta última expresión, además de asociar las nubes a un déficit de atención, es engañosa: dudo mucho que a William Rankin, que tuvo la cabeza en el interior de un cumulonimbo, se le pusiera la cara de pasmarote que sugiere la expresión "tener la cabeza en las nubes" cuando, durante un vuelo rutinario en el verano de 1959, le falló el motor y tuvo que descender en paracaídas atravesando el vientre de la nube feroz. Sobrevivió y pudo explicar cómo su cuerpo se había hinchado y deshinchado, desgarrado por los vientos y los cambios de presión.
Sin embargo, como todo lo que tiene mala prensa, las nubes también tienen sus fanáticos y sus devotos. Yo misma, sin ir más lejos. Por eso me ha alegrado saber que existe la Sociedad de Observación de las Nubes, cuyo manifiesto reza así: "Nos comprometemos a luchar contra la obsesión por los cielos azules allá donde la encontremos". En dicho manifiesto, los amantes de las nubes se quejan amargamente de que la mayoría de las personas no se fijan en ellas, y si lo hacen, es sólo para verlas como un impedimento para "ese día perfecto de verano" o como una excusa para estar deprimido.
“En el cuadro de Correggio, la mortal Ío mantiene relaciones íntimas con un cúmulo oscuro y azulado; envuelve a Júpiter, que se oculta de su celosa mujer”
Estamos en pleno puente, y quizá no sea este el mejor momento para ensalzar los cielos inestables. Pero ocurre que nunca me he sentido en sintonía con sus detractores. Siempre que los oigo suspirar por un monótono cielo azul, me acuerdo de aquella deliciosa canción de Brassens en que el narrador cuenta cómo conoció a su gran amor: una noche, en plena tormenta, una vecina llamó a la puerta. Estaba asustada y sola, porque su marido era representante de una empresa de pararrayos y había salido a cazar clientes. Tanto se amaron aquella noche de tempestad, que concertaron una cita para la tormenta siguiente.
Sin embargo, el marido regresó a casa forrado: había vendido tantos pararrayos que se jubiló y se la llevó a uno de "esos países estúpidos donde siempre luce el sol". Desde aquel día, el vecino afectado odia los cielos sin nubes y se pasa la vida asomado a la ventana, esperando ver aparecer algún cúmulo en el horizonte. Acaso Brassens había visto alguna vez el cuadro de Correggio que lleva por título Júpiter e Ío, de 1531, en el que la mortal Ío mantiene relaciones íntimas con un cúmulo oscuro y azulado que supuestamente envuelve al dios Júpiter, que se oculta mediante esta estratagema de su celosa mujer.
“La ‘Guía del observador de nubes’ nos habla de la belleza de cirros, altostratos, nimbostratos, cumulonimbos”...
Los amantes de las nubes son a menudo seres apasionados. Debe de ser por eso que solemos ver a los hombres del tiempo, desde Rodríguez Picó a Tomás Molina, presas de gran excitación cuando nos presentan los fenómenos nubosos, hasta el punto de que consiguen contagiarnos a casi todos el interés que sienten por su materia. Lo mismo trata de hacer Pretor Pinney en un curioso libro que Salamandra acaba de publicar: la Guía del observador de nubes. No es un texto meteorológico, sino una invitación irresistible a contemplar las nubes. Es un libro que nos habla de la belleza de cirros, altostratos, nimbostratos, cumulonimbos, y también nos ayuda a distinguirlos.
Contiene anécdotas como la de Rankin, y también grandes dosis de poesía. Nunca se vuelven a ver las nubes del mismo modo tras leer un libro así. "¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos que sufrir monótonos cielos despejados días tras día!", dice el autor. Y lo malo es que a eso vamos, si no tenemos la suerte de que el tiempo empeore un poco.
IMMA MONSÓ, “EN LAS NUBES”, EN ‘LA VANGUARDIA’, 8/12/2007
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