Joan Pau Inarejos
Medio griego, medio egipcio, medio francés, Georges Moustaki era hijo de las grandes civilizaciones antiguas. Lejano descendiente de aquellas naciones antaño esplendorosas que hoy sufren el estrés de la ortodoxia monetaria y el fundamentalismo religioso, su barba abundante tenía algo de patriarca de telefilme bíblico. De sapiencia bondadosa. Un pantocrátor oriental de franca sonrisa. Llamado judío errante y pastor heleno, nos hubiéramos fiado de él para comprarle un coche y para que nos llevara con él hasta el confín de las nubes.
Me confieso un pobre ignorante de la chanson francófona, y sin embargo considero a Moustaki parte de mi familia. Su voz resonaba todos los veranos en el coche, y esa banda sonora del trovador barbudo tendrá siempre para mí el color y el olor de los paisajes pirenaicos que surcaba nuestra Nissan Vanette entre jaleo de papillas y pataletas. Mi padre tarareaba los versos con sosegado deleite, y aunque a mí me parecían lejanas e incluso antipáticas aquellas canciones de los años setenta, poco a poco también fueron mías. Será por aquello de que vivir consiste en ir pareciéndonos a nuestro padre.
No es fácil hablar al corazón en idioma extranjero. Hoy Internet nos ayuda a traducirlo casi todo, pero Moustaki nos ha conmovido a muchos incluso antes de saber lo que nos decía. Privilegio que tienen la pintura y la música, pero menos frecuente cuando la torre de Babel de las lenguas se cruza en nuestro camino. Grave y cálida a la vez, su voz describió a la perfección el meteque vagabundo para quien quisiera oírlo, pintó con acierto las brumas de la solitude universal, hizo más humano que nunca a ese Joseph enamorado de María y evocó cómo la nostalgia de los tiempos pasados puede convivir con la secreta alegría de vivir, aunque sea trop tard.
Ahora que nos ha dejado, se agranda la sensación de que vivía en un mundo a parte, preñado de una rara tranquilidad espiritual. Será la ataraxia de los griegos, aquel ánimo imperturbable donde el rumor del oleaje no necesita traducciones.
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