por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 5
No hay que escandalizarse. Baz Luhrmann ya convirtió el París de 1900 ('Moulin Rouge') en un inmenso videoclip, y esta vez se ha limitado a hacer lo mismo con el Nueva York de los años 20. Nada nuevo bajo el zoom. La obra maestra de Francis Scott Fitzgerald sirve esta vez al director australiano como palanca para accionar su vasto espectáculo de luces de neón y experimentos musicales anacrónicos, donde el espíritu y el ritmo de la historia beben mucho más de los shows de Rihanna o Lady Gaga que de las fuentes literarias.
Objeciones: 1) la pirueta ya está vista, y el mundo Luhrmann, imitado por doquier, empieza a acusar aluminosis; y 2) imperdonablemente, este Gatsby pop nos aburre. Tiene todos los recursos a su favor, una elefantiásica orquestación de elementos audiovisuales, tiene a un entregado Leonardo Di Caprio, y sin embargo ofrece la sensación de que se va repitiendo constantemente sin contar nada interesante. Una luminosa noria perdida en sí misma. El eterno retorno de los directores encerrados con un solo juguete.
Casi da pereza reconocerle a Luhrmann su dominio de la estética, del barroco digital de época que en esta ocasión encuentra, para bien o para mal, su cenit desbordante. Deslumbrante para unos, cargante para otros tantos -incluído el que escribe-. Aceptaríamos barco si la historia fuera en consonancia con toda esta graciosa frivolidad. Sin embargo, la película se divorcia estrepitosamente de la sutilidad de la novela original, de su matizado desencanto, y pretende meterse en el berenjenal de un drama romántico hiperbólico y lacrimoso. Sobreactuación adolescente que hubiera espantado al bueno de Fitzgerald y de su alter ego Nick Carraway, modestos espectadores del maravilloso mundo de los pijos.
EL GRAN GATSBY, DE BAZ LUHRMANN
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