por JOAN PAU INAREJOS
Despertó de un sueño profundo y una mano de luz le torneó la mejilla a través del ventanal. Entreabrió los ojos, aún sumido en el dulce letargo del vino, y miró a su alrededor. Una, dos, tres, y hasta once sillas vacías. Sobre la mesa cuencos medio volcados, pedazos de pan y un reguero de migas.
Asustado, miró a su lado. El maestro tampoco estaba. Fabuló que se habría retirado vaporosamente, como una madre que por fin ha acunado a su bebé. Se levantó y anduvo por toda la posada. Pero no había nadie.
Volvió al comedor y repasó otra vez el revoltijo de cuencos y el perfume rancio del último vino. Sólo flotaba el silencio matutino. Se ató las sandalias y se marchó.
Abajo le esperaba un vaho caliente de romero. Los tallos en flor se tambaleaban suavemente abrasados bajo el sol, y repicaban como cascabeles de tierra. Había puertas abiertas y gatos merodeando junto a las casas. Llamó a los vecinos. Recitó nombres propios. Nadie respondió.
La mañana se desmayaba como en liras rubias, y los ojos, aún dormidos en el lecho de vino y de polen, inventaron al maestro en la lejanía, brincando por las lomas como la gacela de Salomón. Afinó las pupilas, pero el espejismo se desvaneció. Sólo se percibía el horizonte silente y el bisbiseo aterciopelado de los gatos. Azorado, sediento, loco de incertidumbre, cogió un tallo de romero y huyó como un cervatillo, por el monte de las balsameras.
Los olivos de Getsemaní abrían sus manos recias al cielo y las aceitunas brillaban calladas como perlas negras. Siguió andando, se adentró en una arboleda y llegó a un claro en medio del bosque, bañado por un arroyo. Gritó. Llamó a Pedro y a Santiago. En vano. Sólo le escuchó una oreja ensangrentada. El misterioso lóbulo yacía en el suelo, picoteado por pájaros madrugadores, y siguiendo la estela roja, tres pasos más allá, dormía una sábana blanca, como muerta de miedo. Una lagartija asomó entre la tela y reptó hacia un agujero.
Se palpó la mejilla, donde aún latía la respiración del maestro, y se odió a sí mismo por haberse quedado dormido. Olfateó intensamente el romero, y aspiró el perfume de tal modo que el pecho se le agrietó de arriba abajo en forma de llaga púrpura.
Malherido, voló por caminos, pedregales y parajes escarpados, pero ningún prado de verduras, de flores esmaltado, dijo si por él había pasado. Ni siquiera las hijas de Jerusalén, solícitas y fragantes ninfas de la floresta, acudían para atestiguar que estaba muriendo de amor.
Getsemaní le acorraló amenazante como una fiera de zarzas negras, y corrió sollozando hasta las murallas de la ciudad. Quiso subir al monte para salar su tristeza, pero un relámpago cruel le rasgó los ojos. La cruz se alzaba en la cima del Gólgota y allí relucía, como fuera del mundo, toda la multitud congregada. Fue un instante: súbitamente, en un asfixia de romero, el apóstol imberbe desfalleció. Se derrumbó con el ansia íntima de escuchar por última vez, aunque fuera en el fondo del sueño, la voz del amado.
JOAN PAU INAREJOS, MARZO 2007
CANTAR DE LOS CANTARES
ÚLTIMA CENA , ORACIÓN EN GETSEMANÍ Y PRENDIMIENTO DE JESÚS
SAN JUAN DE LA CRUZ: CÁNTICO ESPIRITUAL
M'ha agradat!
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