NAOMI KLEIN, 'NO LOGO', 1999
Para salvarme de la corrupción, mis padres me llevaban siempre al campo para que disfrutara de la naturaleza del Canadá y para que experimentara el gozo de una verdadera relación familiar. Pero a mí nada de eso me importaba. Lo único que me salvó durante aquellas excursiones fueron los deseos de artificialidad que acariciaba en el asiento trasero de la furgoneta mientras recorríamos un paisaje de verdes praderas y de montañas majestuosas.
A los cinco o seis años, esperaba con ansias ver las figuras de plástico de los carteles de las sucursales de las cadenas de comida rápida que se sucedían a los lados de la carretera, y alargaba el cuello cuando pasábamos ante los Mc-Donald's, los Texaco y los Burger King. Mi cartel favorito era el de Shell, tan brillante y parecido a un personaje de dibujos animados que creía que si pudiera subir y tocarlo, sería como tocar un objeto proveniente de otra dimensión, del mundo de la televisión.
Durante esos viajes, mi hermano y yo pedíamos por favor que parásemos para comer comida rápida en cajitas brillantes y laminadas, y a veces nuestros padres se sentían derrotados y accedían. Pero el almuerzo más común consistía en una merienda en algún parque nacional y se componía de queso cheddar, frutas de otoño y otros alimentos lastimosamente no envasados.
Cuando tenía ocho o nueve años, mis ensoñaciones en el asiento trasero se hicieron más complicadas. Me pasaba todo el viaje a través de las Montañas Rocosas vistiendo en mi imaginación a toda mi familia. Mi padre abandonaba las sandalias y se me aparecía con un traje elegante y digno; mi madre aparecía con un peinado abultado y bonitas chaquetas color pastel y faldas y zapatos a juego. En cuanto a mí, las posibilidades eran infinitas: pensaba en alacenas colmadas de alimentos artificiales, habitaciones llenas de marcas de diseño, con acceso ilimitado a las sombras para ojos y a las permanentes.
No se me permitía tener una muñeca Barbie («un timo», dictaminaban mis padres; «primero te venden la muñeca, después la furgoneta y luego toda la casa»), pero mi mente no se apartaba de Barbie. Parecía que el experimento de criar niños vanguardistas, feministas y socialistas estaba condenado al fracaso. Yo no era la única que enloquecía por los carteles de Shell, sino que a los seis años mi hermano mayor desarrolló una asombrosa capacidad para recordar todas las canciones de los anuncios de la televisión, y deambulaba por la casa con su camiseta del Increíble Hulk declarando que era «el cuco de Cocoa Puffs».
En aquella época, yo no entendía por qué mis padres se sentían tan preocupados por estas estúpidas letras de canciones, pero ahora también siento lo mismo; de algún modo y a pesar de sus esfuerzos, habían engendrado dos anuncios de General Mills; en otras palabras, dos niños normales.
Los dibujos animados y los anuncios de las hamburgueserías hablan a los niños con una voz tan seductora, que los padres no pueden competir con ella. Todos los pequeños quieren tener entre las manos un trozo del mundo de los dibujos, y es por eso que los personajes televisivos y cinematográficos que anuncian juguetes, cereales y comidas han llegado a ser una industria que mueve 16.100 millones de dólares anuales.
También es la razón de que las llamadas empresas de entretenimiento familiar hayan hecho tanto para extender sus fantasías televisivas y cinematográficas por medio de montajes en el mundo real: las exposiciones de las marcas en los museos, las supertiendas de alta tecnología y los parques temáticos al estilo antiguo. Ya en 1930 Walt Disney, el abuelo de la sinergia moderna, demostró que comprendía el deseo humano de penetrar en la pantalla de los cines cuando fantaseaba con construir una ciudad Disney separada del mundo real (...).
"Aquellos niños ahora van a las discotecas los sábados por la noche, y satisfacen sus fantasías de plástico en esos ruidosos carnavales de realidad virtual"
Lo que ha cambiado en la década pasada es que ahora todos los miembros del mundo empresarial saben que la necesidad de fundirse con la publicidad cruzada de los productos acoplados de consumo (ya sean juguetes, espectáculos televisivos o zapatillas) no se desvanece mágicamente cuando los niños dejan de comer cereales en el desayuno.
Muchos de los niños que veían dibujos animados por las mañanas se han convertido en adolescentes que van a las discotecas los sábados por la noche, y satisfacen sus deseos de hacer realidad las fantasías de plástico por medio de macutos Helio Kitty adecuadamente irónicos y de cascos inspirados en Japanimation y hechos con cabello azul. Se puede ver algunos de ellos en los Sega Playdiums, que durante las noches de los fines de semana se llenan de esos niños, pero ya crecidos; en esos ruidosos carnavales de la realidad virtual no se permite entrar a nadie con menos de dieciocho años, especialmente en las noches temáticas de South Park.
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