Joan Pau Inarejos
Andaba el otro día por la calle, sumido en mis rutinas, cuando un fulgor rojo reclamó mi atención. Un señor me puso en alerta, con un comentario fugaz que pronunció en enérgico acento andaluz de modo espontáneo y sin dirigirse a nadie. ¡Joé, qué bixo má raro! Nuestro peatón pasó de largo apresuradamente, con una mueca de aprensión, pero yo quise acercarme al lugar de los hechos, llevado por una morbosa curiosidad. El ser que levantaba estas muestras de asombro era un insecto de innegable aspecto exótico, poseedor de un hermoso colorido rojo-negro y un caparazón reluciente que terminaba en un hocico de tres puntas. No le había visto jamás por el barrio.
Intrigado, tomé una fotografía de aquella rara mezcla de cucaracha y mariquita y la sometí al comité verificador de las redes sociales, el #GranOjo que todo lo sabe y si no se lo inventa. No tardaron en informarme de que se trataba del picudo rojo, el temible escarabajo invasor que se dedica a liquidar nuestras palmeras con entomológico instinto de asesino en serie. Entonces me sentí culpable por haber admirado a un ser tan destructivo y despreciable. La naturaleza, muy zorruna ella, está llena de reclamos estéticos que encubren tremendas amenazas y maldades. Las setas más maravillosas son bombas de veneno. La Biblia ya avisa que Satanás era el más bello de los ángeles. Y esa inquietud disonante me carcomía al recordar al escarabajo picudo, brillante en el suelo como un rubí perdido.
Las fascinaciones son peligrosas, y si no que se lo digan a los mosquitos de la película 'Bichos' de Pixar, que sucumbían a la tentación de las farolas y caían achicharrados ("No puedo evitarlo... es tan bonita..."). Literalmente, se dejaban deslumbrar, una palabra que concentra la sabia precaución del pueblo llano ante el exceso de esplendor de las cosas. Estoy tan receloso tras la experiencia con el picudo rojo, que esta madrugada casi me ha conmovido ver a una sucia polilla revoloteando sobre mi teclado, una asquerosa devoradora de suéteres que no engaña a nadie.
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