GABRIEL MAGALHÃES, la vanguardia, 14/04/2013
Había portugueses que creían, al entrar en la antigua CEE, haberse casado con una heredera rica y ahora descubren que es una esposa que quiere saber cómo gastamos cada cuarto
Hace algunos días se encontró en el metro de Berlín una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Estaba a un kilómetro de la cancillería de Merkel y del Bundestag. Han pasado casi 68 años desde el final del más terrible conflicto bélico y el artilugio allí seguía, al acecho, en el centro mismo de la capital de Alemania. Esta bomba sabe a símbolo, a metáfora de las cargas explosivas de todo tipo que pueden hacer explosión en nuestro continente en los próximos tiempos. Portugal es una de esas bombas de relojería cuyo tic-tac ya se oye.
Los portugueses formamos un país con curia. Con mucha curia. Se trata de una élite que flota sobre Lisboa. Un mundo cerrado en el que no se penetra con facilidad y que tiene un poder cosmológico sobre la vida nacional. En siglos pasados, llevaba títulos aristocráticos. Hoy en día, consiste en una red de altos funcionarios, políticos -que, en su mayoría, han sido o serán altos funcionarios- y hombres de negocios. Esa curia se ha pronunciado: empieza a considerar la posibilidad de mandar a Europa a paseo.
El modo que la curia portuguesa tuvo de exhibir su poder fue el Tribunal Constitucional. Gente de toga, con un aspecto que oscila entre el inquisidor y el senador romano. Los jueces dictaminaron que la austeridad era inconstitucional en lo que respecta al sacrificio específico que se pedía a los funcionarios. Varios profesores de Derecho han demostrado que otra decisión habría sido posible. El veredicto debe entenderse no sólo como un hecho jurídico, sino como una señal de la sociedad portuguesa.
En efecto, hace meses que las élites lusitanas están muy nerviosas. El gobierno de Passos Coelho funciona como un implacable comité que aplica a rajatabla las directivas de Europa, sin atender a los susurros de pasillo de palacio que, en Portugal, son toda una música de sutil solfeo. El país vive controlado desde fuera. La élite no puede aceptar esto. Y se apoya en el malestar de las clases medias, desorientadas por las dificultades y por el fin de una prosperidad que era la única ideología que les quedaba.
Passos es un político valiente, que ha formado un gobierno de gente esforzada. Pero, para Portugal, tiene dos defectos. Primero: es un neoliberal que cree firmemente en el baile de los mercados. A los portugueses les hubiera gustado que la austeridad se aplicara con una lágrima de piedad en el poso de la mirada. Passos lo ha hecho con las pupilas endurecidas por la convicción contable. Segundo defecto: hay en él un exceso de empuje que tiene tendencia a extremar las cosas. No es que no busque acuerdos: sabe que son importantes. Pero termina imponiéndose la dinamita de su firme determinación. Ahora no hay centro en la vida política portuguesa. La responsabilidad no es sólo de Passos, por supuesto, pero lo cierto es que se ha perdido el consenso sobre el rescate que existía entre los dos mayores partidos: el PSD, que es en esencia una CiU lusitana, y el Partido Socialista. El ambiente es de tensión y griterío: son pocas las voces serenas. Hay un refrán portugués que lo explica todo: en una casa en la que no hay pan, todo el mundo protesta y nadie lleva razón.
La oposición está comandada por el socialista António José Seguro. Su propuesta consiste en sentarse con los técnicos de la troika a jugar al póquer, exigiendo nuevas condiciones. Está convencido de que le saldrán mejores cartas que a los griegos. Desde la izquierda, llegan afirmaciones del mundo de los inversores: Sócrates, el antiguo primer ministro, dijo que querer pagar ahora la deuda es una idea de niños. Y Mário Soares ha escrito: "Cuando no hay dinero no se paga. Nos han engañado como a los países de América Latina".
En la frase del patriarca hay algo que quizá sus 88 años dijeron sin querer: el modelo empieza a no ser Europa. La salida del euro ya no es una pura ficción. Aunque el coste puede ser enorme, se trata de una fuerte tentación para una élite que siempre ha controlado el país y que, fuera de la moneda europea, volvería a tener las riendas en sus manos. Recordemos que una parte considerable de la sociedad portuguesa vive ya en escenarios no europeos. Empresas que han ubicado sus sedes en África. Otras que han acogido capital chino. Mucha gente que ha emigrado rumbo a lejanos continentes vuelve a recorrer los añejos portulanos del imperio portugués.
El ciudadano de a pie se encuentra, pues, entre la amarga propuesta de Passos (un empobrecimiento del país que, en el mejor de los casos, estabilizaría la situación con un mínimo crecimiento a medio plazo) y la arriesgada idea de Seguro, que puede conllevar, si las apuestas suben mucho en la mesa de póquer, la salida del euro. ¿Qué va a pasar? Todos los días en la mesa de billar de la política portuguesa hay nuevas carambolas. Los telediarios funcionan como seriales, siempre con nuevos episodios espeluznantes, y las noticias se devoran las unas a las otras.
El ciudadano de a pie se siente agotado y sin norte. Intenta seguir con su trabajo, si lo tiene. Porque el drama del paro, que no para de crecer, está destrozando, de una forma cruelmente silenciosa, la vida de mucha gente. Una angustia muda recorre el país, condenado a elegir entre el dolor y el caos. Cavaco Silva, el presidente, debería ser el árbitro de todo esto. Pero se ha refugiado en el séptimo cielo de la más alta magistratura de la nación. Y los hilos que mueve no se entiende bien si son cuerdas para salvarnos o sogas que nos ahorcan. Mientras tanto, van renaciendo los fantasmas del desorden cívico de la Primera República (1910-1926). Efectivamente, el país está dividido: a una parte le gustaría asumir el sacrificio para conservar la estabilidad. Vivir un poco peor, pero ir viviendo. Otro gran sector desea un terremoto cívico y político. Y entre ambos, sin pronunciarse, circula el ciudadano que va a lo suyo.
Si nos olvidamos de los cortocircuitos de la política y de la pesadilla de los números, podremos ver la cuestión con alguna claridad. Los próximos meses Portugal empezará a decidir si es europeo o no. La Europa que nos espera ya no es la del dinero fácil sino un proyecto que exige sacrificios. Había portugueses que creían, al entrar en la antigua CEE, haberse casado con una heredera rica y ahora descubren que es una esposa que quiere saber cómo gastamos cada cuarto. No obstante, los ciudadanos siguen identificándose con una cierta imagen de Europa: cultura, elegancia, libertad, progreso, organización. El baile de Año Nuevo en Viena. Pero ya casi nadie habla de esta bella idea: sólo se oye el rumor seco de las cifras.
Ante este dilema, va ganando fuerza el escepticismo europeo. A su favor tiene una tradición de siglos en los que anduvimos por todo el mundo sin acordarnos de dónde estaba Berlín. Por ahora, la cuestión es el euro: cada vez son más las voces que defienden la salida de la moneda única. La decisión portuguesa sobre este tema es una de las muchas que se tomarán en Europa en los próximos años: decisiones de fondo, que serán cruciales para cada país. El continente se ha empobrecido. La Europa del Norte, con una cohesión social mayor, ha sabido reaccionar de forma rápida y consensual. En los países del sur, más laberínticos, las sociedades están resquebrajándose. No parecen capaces de llegar a los acuerdos necesarios para este tiempo de estrecheces. Por lo menos eso es lo que está pasando en el caso portugués. Se oye por todas partes un inquietante rumor de edificio que va a derrumbarse. En el metro de Europa, en la línea del sudoeste, justo en la última estación, la de Lisboa, hay una bomba que puede estallar.
Foto: Lisboa, agosto 2012 (Joan Pau Inarejos)
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