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Joan Pau Inarejos
La ducha es el indiscutible templo de la intimidad. Una intimidad rápida e impresionista: no reflexiona como el váter, no se regodea como el baño, no retiene como la cama. Es un encuentro con nosotros mismos a la vez ligero y purgador.
Algo especial debe de tener ese doméstico chorro de agua para que las almas estresadas de este mundo lo aguarden con tanto anhelo como la comida o la bebida. En cierto modo, llegar a casa y ducharse es como despojarse del traje social y sus muchas poluciones. Puede incluir o no el jabón, pero garantiza una limpieza cotidiana del espíritu.
Hay otra virtud de la ducha y es su potencia escapista, su don evasivo. En invierno, uno puede imaginarse a los pies de una cascada sulfurosa o resguardado en una cueva frente al manto vaporoso de las aguas. En verano, la ducha fría invita a surfear por paisajes mentales de luz y libertad playera. Balneario volcánico o chapuzón pop: todo está permitido en el reino de los ojos cerrados.
Se entiende, pues, que cualquier visitante externo deba ser considerado un intruso o un villano. Tan subjetiva es la jurisdicción de esos cinco minutos que ni siquiera permite observadores, pues allí está desnudo mucho más que nuestro cuerpo. Los topos de la cortina marcan la frontera tácita con el mundo hostil de los demás, y por eso las puñaladas de ‘Psicosis’ representan el crimen por antonomasia. Al cerrar el grifo, una voz interior dice ¡corten!, y volvemos a ser figurantes de la vida real.
Recorridos metafóricos por el hogar
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