por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
La Segunda Guerra Mundial se ha contado de muchas maneras, pero pocas veces con unos y ceros. La informática -o mejor dicho, los albores de la computación- tiene mucho que decir sobre lo sucedido entre 1939 y 1945, hasta el punto de haber decantado, al parecer de algunos, el mayor conflicto armado del siglo XX.
Esta es la interesante historia que cuenta 'The imitation game (Descifrando enigma)', historia poco conocida y quizá más interesante que la propia película: cómo un equipo de criptógrafos trabajó para desentrañar el sistema de información cifrada de los nazis -la máquina Enigma- y con ello dieron con la más parecido a un ordenador en la era a.S.J. (antes de Steve Jobs).
Las facciones alargadas e inquisitivas de Benedict Cumberbatch, el Sherlock Holmes catódico, reviven al hombre que estuvo tras aquella discreta proeza del conocimiento, el matemático Alan Turing, cuya inteligencia parece que sólo podía medirse con sus dificultades para socializarse. Un tipo superdotado y con rasgos autistas, injustamente condenado y olvidado durante años por razones de la vida privada de todo punto ajenas a la ciencia y a la guerra.
El director noruego Morten Tyldum rinde homenaje a este atípico Forrest Gump de las matemáticas, a quien el actor inglés llena de veracidad y matices con su extraña mezcla de tormento y hieratismo. La peripecia del protagonista, bien acompañado de Mathew Goode -duelo de ojos penetrantes-, deja por el camino sugestivos dilemas morales, sobre la posibilidad de ser Dios, sobre la prerrogativa de impartir justicia gracias al saber tecnológico. Y hasta se insinúa la posibilidad de enamoramientos por vía electromagnética, lo cual daría para otra película...
La grandeza visual es la gran ausente de este biopic, demasiado gris y pacato, y a la vez con una vocación incluso chirriante de lograr el reconocimiento de la academia. La elección de una partenaire femenina como Keira Knightley, el mito hollywoodiense de los raros brillantes, la moralina progresista y el mensaje de fondo patriótico -el broche antinazi es como el vestido negro, nunca falla- certifican que estamos ante un producto con aroma de estatuilla. (Por si hubieran dudas, las despeja una escena final hipersubrayada y excesiva). Curiosamente se ha ido de vacío en los Globos de Oro, pero el tío Oscar debería acordarse de estos chicos que nos ayudaron a ganar la guerra. Veremos.
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