La fidelidad reivindicada en nuestros días ha perdido toda dimensión de incondicionalidad. Lo que se valora no es la fidelidad en sí, sino la fidelidad durante el tiempo que se ama. No se trata de reviviscencia de la fidelidad burguesa cuyo objetivo era la perpetuación del orden familiar: nunca ha habido tantos divorcios, tanto reconocimiento al derecho de la separación de los esposos. El plebiscito contemporáneo de la fidelidad no tiene nada que ver con una exigencia virtuosa, traduce antes que nada la aspiración individualista al amor auténtico sin mentira ni ‘mediocridad’. Sí a la fidelidad pero sólo como apéndice o correlato natural del amor.
A través de la fidelidad se sacraliza la calidad de vida y de lo relacional, allí donde la persona no es manipulada, traicionada, considerada como un juguete. La fidelidad se coloca en la actualidad del lado de la búsqueda intensiva de los afectos, no de la solemnidad de los juramentos: el individualismo cualitativo ha reemplazado al individualismo cuantitativo del ‘mariposeo’. Deseamos más la ‘calidad total’ de las relaciones íntimas que la libertad, que ya tenemos. Y en la actualidad la excelencia relacional significa autenticidad en los afectos, respeto a la persona, compromiso completo de los seres, aunque sea para un tiempo determinado: todo, pero no siempre.
Gilles Lipovetski, El crepúsculo del deber, 69
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