Últimamente la noción de verdad está en entredicho. La realidad se aleja cada vez más, se desvanece, y es sustituída por narraciones y lenguajes. El descomunal prestigio dado al lenguaje produce de rebufo el descrédito de la realidad y la devaluación de la noción de verdad. El ataque se ha realizado desde muchos ángulos. "La realidad no existe, lo único que hay es el lenguaje y de lo que hablamos es del lenguaje, hablamos en el interior de él", escribe Foucault. Luhman define la sociedad no como una agrupación de seres humanos sino como un sistema autopoiético de comunicaciones.
No podía faltar en este cónclave J. F. Lyotard, para quien vivimos presos en la heterogeneidad de juegos del lenguaje, sin posibilidad de encontrar denominadores comunes universalmente válidos para todos los juegos. Lo que llamamos objetividad no es más que una costumbre lo suficientemente estable. En fin, que la verdad se ha convertido en la vez del error. En el error convertido en costumbre.
Los antropólogos han aportado su granito de arena al descrédito de la realidad. Las diferencias culturales son tan sorprendentes, estimulantes, divertidas, que admitir algún otro tipo de uniformidad, universalidad o comunidad les parece cicatero y vulgar, una patológica ceguera hacia la diferencia. A veces se pasan de la raya en su entusiasmo y acaban admitiendo la imposibilidad de que unas culturas entiendan a las otras. Eso les sucede con frecuencia a los psicólogos culturales. Esta nueva modalidad psi pretende luchar contra lo que considera un platonismo inaceptable de la psicología occidental, pretendidamente científica -o sea, imperialista- que afirma que los mecanismos de la mente humana son comunes a todos los hombres.
La idea es muy vieja. Ya en el siglo XVIII Johann Gottfried Herder mantuvo que el pensamiento es idéntico al lenguaje y que, por lo tanto, varía de un lenguaje a otro y de una nación a otra. Es una pretensiçon inútil, nos dicen, pretender salir de nuestra cultura. Incluso lo que llamamos ciencia no es más que la ideología de la cultura que ha salido triunfante. La verdad científica no tiene que ver con el conocimiento sino con el poder. Foucault dixit.
¿Pero no podemos traducir un lenguaje a otro? Pues no, porque para traducir tendríamos primero que poder definir las palabras, y esa confianza también se ha perdido. El nuevo eslogan "contra las definiciones" se proclama incluso en algunas publicaciones académicas. Como escrie mi admirada Anna Wierzbicka, "ha emergido un nuevo clima de opinión en el que cualquiera que intenta definir algo corre el riesgo de ser considerado anacrónico, desconectado de la actualidad intelectual. Para estar 'in', un semántico debe hablar de parecidos de familia, prototipos y pensamientos borrosos".
No podía faltar en este cónclave J. F. Lyotard, para quien vivimos presos en la heterogeneidad de juegos del lenguaje, sin posibilidad de encontrar denominadores comunes universalmente válidos para todos los juegos. Lo que llamamos objetividad no es más que una costumbre lo suficientemente estable. En fin, que la verdad se ha convertido en la vez del error. En el error convertido en costumbre.
Los antropólogos han aportado su granito de arena al descrédito de la realidad. Las diferencias culturales son tan sorprendentes, estimulantes, divertidas, que admitir algún otro tipo de uniformidad, universalidad o comunidad les parece cicatero y vulgar, una patológica ceguera hacia la diferencia. A veces se pasan de la raya en su entusiasmo y acaban admitiendo la imposibilidad de que unas culturas entiendan a las otras. Eso les sucede con frecuencia a los psicólogos culturales. Esta nueva modalidad psi pretende luchar contra lo que considera un platonismo inaceptable de la psicología occidental, pretendidamente científica -o sea, imperialista- que afirma que los mecanismos de la mente humana son comunes a todos los hombres.
La idea es muy vieja. Ya en el siglo XVIII Johann Gottfried Herder mantuvo que el pensamiento es idéntico al lenguaje y que, por lo tanto, varía de un lenguaje a otro y de una nación a otra. Es una pretensiçon inútil, nos dicen, pretender salir de nuestra cultura. Incluso lo que llamamos ciencia no es más que la ideología de la cultura que ha salido triunfante. La verdad científica no tiene que ver con el conocimiento sino con el poder. Foucault dixit.
¿Pero no podemos traducir un lenguaje a otro? Pues no, porque para traducir tendríamos primero que poder definir las palabras, y esa confianza también se ha perdido. El nuevo eslogan "contra las definiciones" se proclama incluso en algunas publicaciones académicas. Como escrie mi admirada Anna Wierzbicka, "ha emergido un nuevo clima de opinión en el que cualquiera que intenta definir algo corre el riesgo de ser considerado anacrónico, desconectado de la actualidad intelectual. Para estar 'in', un semántico debe hablar de parecidos de familia, prototipos y pensamientos borrosos".
(...)
Los críticos de la noción de verdad crean primero un monigote y luego se dedican a zurrarle. La verdad no es esa luz absoluta, completa, catedralicia, perfecta, plena, eterna, que atacan. La verdad es una humilde lucha por tener opiniones cada vez mejor fundamentadas, corroboradas minuciosamente. No es nada grandioso. El interés del ser humano por la verdad no estuvo dirigido por un enloquecido, soberbio y glorioso afán de conocimiento, sino por algo más utilitario: era importante saber qué setas eran comestibles y qué setas eran venenosas, por ejemplo.
(...)
Creo que estas posturas son más erróneas que verdaderas. Y creo, además, que derivan de una mala comprensión de las relaciones entre el lenguaje y la experiencia. Lo que voy a defender es que el lenguaje nos permite ir más allá del lenguaje: a la experiencia. En segundo lugar, que nos permite ir más allá de nuestra cultura. En tercer lugar, que nos permite ir más allá de nuestro mundo privado.
JOSÉ ANTONIO MARINA, LA SELVA DEL LENGUAJE, 2002
JOSÉ ANTONIO MARINA, LA SELVA DEL LENGUAJE, 2002
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