¿Somos más auténticos el domingo por la tarde, cuando afrontamos fijamente el vacío, o el viernes por la noche, cuando nos parece rozar una puerta alentadora al porvenir? Nuestra curiosa especie es capaz de experimentar en sólo 72 horas estos dos polos de la existencia.
La pregunta es menos baladí de lo que parece. ¿La verdad está en la euforia, y entonces el abatimiento es un estado disminuido y transitorio del alma? ¿O al contrario, accedemos a nuestra realidad profunda cuando palpamos el tedio, el desencanto y la amargura? Según los pesimistas antropológicos, valedores de la segunda tesis, la alegría y el gozo no serían más que instantes ilusorios, autoengaños emborrachados de la materia.
Somos seres para-la-muerte, y sin embargo una vaga confianza nos hace levantarnos cada día. Del cariz insoportable de la vida nos salva la infundada superstición de que mañana será mejor que hoy. Porque si no fuera así, si no nos moviera un invisible pneuma, ese ánima respiratoria de Jung que nos sacude la pereza de existir, ¿acaso podríamos soportar siquiera la idea de tener que vestirnos y desvestirnos cada día? ¿Para qué?
Proyectado racionalmente, lo que ocurre entre nacer y morir es un aterrador circuito de cobayas que suben, bajan, ruedan y dan vueltas por los mismos sitios. Cuán ridículos seríamos si nos captara un satélite y viéramos nuestras propias imágenes aéreas aceleradas. De aquí para allá, de aquí para allá, y vuelta para acá.
Sé que cada año llegará el otoño, como el año pasado, pero me emociona entrar en casa y ver el fulguroso, majestuoso amarillo y rojo de los árboles invadiendo el comedor desde el balcón. Alguien nos miente, la razón o la esperanza, y parece que en esa duda radical, en esa irresoluble tomadura de pelo, consiste nuestra vida.
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