por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
Los primeros planos de ‘La isla mínima’ son asombrosos. Planos cenitales, soberbios, con bandadas de aves sobrevolando vastos paisajes de marismas y arrozales. Parece que estemos viendo un documental del National Geographic, o una revisitación hiperrealista del prólogo de ‘El Rey León’. Una rara belleza acompaña estas imágenes, más a vista de Dios que de pájaro. Y sin embargo, lo que hay debajo es negro, muy negro.
Puro cine negro y cenagoso, made in Spain, sin (casi) nada que envidiar a Hollywood, es lo que promete y ofrece por los cuatro costados la nueva película de Alberto Rodríguez, tomando como título uno de los parajes del municipio sevillano de Isla Mayor, en los aledaños del parque de Doñana. Un crimen regado por el Guadalquivir, igual que en los romances de Lorca, pero aquí con las tonalidades sórdidas de los años ochenta.
Lejos de la nostalgia al estilo Cuéntame, sin tiempo para añorar la Movida ni el Naranjito, Rodríguez navega hasta la España más profunda y aislada, nunca mejor dicho, de aquel decenio atrapado entre el franquismo y la modernidad. Un pueblo detenido en el tiempo, donde la mayoría tiene mucho que callar. Moteles rancios y cabinas de teléfono. Un Estado que aún no se ha quitado el tricornio y el mostacho. Y la máquina de escribir de ‘El Caso’ contándolo todo.
Con su magistral ambientación, tan atenta a las atmósferas y las texturas —lluvia, río, asfalto— como a los bodegones carnales —un ciervo sobre el hombro, el cadáver de una joven—, ‘La isla mínima’ invoca referentes tan altos como ‘Mystic river’ de Clint Eastwood o ‘Twin Peaks’ de David Lynch. Su historia escabrosa enlaza los viejos fantasmas de Alcàsser con las nuevas histerias mediáticas a propósito de Marta del Castillo y tantas otras, convertidas, teleamarillismo mediante, en las Laura Palmer españolas.
Por esta isla mínima desfilan personajes mayúsculos, no tanto los primeros espadas como una galería de secundarios estupendamente construidos, sordamente desesperados, entre los que brilla con luz propia un Antonio de la Torre genial, glacial, en la piel de ese padre autoritario de mirada misteriosa (ya no hay duda de que es uno de los dos o tres mejores actores patrios del momento).
Y no nos olvidemos del resto del retablo: la tenebrosa vidente de los pescados, el burgués guardián de vergonzantes secretos, el picoleto zoquete (Jesús Carroza), o un Jesús Castro afianzado en su papel de guaperas-peligroso-oficial del thriller nacional (un plano tan simple como la mano golpeando el cristal de la escuela preanuncia toda su fatalidad seductora). Se diría, empero, que a toda esta pirámide le falla un poco la cúspide, con una pareja protagonista —los dos agentes— que no consigue redondear la función... lástima.
Sin ser una obra maestra, la película de Alberto Rodríguez no puede despertar más que envidia cochina por su incontestable perfección artesanal. Nosotros, a casi mil kilómetros, nos pedimos un 'Mystic river' en los Aiguamolls de l'Empordà o el Delta de l'Ebre. Un cadáver flotando entre los flamencos rosáceos de la Llacuna de la Tancada, con el Mediterráneo al fondo. Por favor.
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