por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 8
“Vayamos más despacio… mucho más despacio”. El mayor Warren carga el revólver cómodamente, y, con la misma flema, lo deposita sobre una mesa. Tiene todo el tiempo del mundo. Ahí fuera hace mucho frío, y la ventisca va para largo. Los creadores más aclamados tienen por lo general el don de la síntesis, pero con el director de ‘Pulp fiction’ ocurre lo contrario: brilla cuanto más se recrea, cuanto más se regodea, cuanto más dilata sus escenas insoportables. En este sentido, la frase de Samuel L. Jackson puede juzgarse toda una declaración de principios de un artista poco común.
Nota: 8
“Vayamos más despacio… mucho más despacio”. El mayor Warren carga el revólver cómodamente, y, con la misma flema, lo deposita sobre una mesa. Tiene todo el tiempo del mundo. Ahí fuera hace mucho frío, y la ventisca va para largo. Los creadores más aclamados tienen por lo general el don de la síntesis, pero con el director de ‘Pulp fiction’ ocurre lo contrario: brilla cuanto más se recrea, cuanto más se regodea, cuanto más dilata sus escenas insoportables. En este sentido, la frase de Samuel L. Jackson puede juzgarse toda una declaración de principios de un artista poco común.
Tarantino es como las madres. No hay más que uno. Sólo a él le perdonamos que nos tenga tres horas pegados la pantalla, como si estuviéramos en la época elefantiásica de Hollywood, la de ‘Los diez mandamientos’ o ‘Lo que el viento se llevó’. Solamente él puede permitirse ser tan brutal con la violencia, con el racismo o con el sexismo sin rayar lo más mínimo la apología o la frivolidad. Tarantino no es un videojuego ni un divertimento; es un gran, grandísimo autor. Se puede discrepar de su estilo, pero nunca dejar de admirarlo.
Tan experimentado para saltarse a la torera todas las normas del cine comercial como para homenajear a los maestros antiguos, Quentin nos lleva esta vez a los paisajes nevados de Wyoming (qué rabiosamente bueno es ese plano inicial que se va abriendo, estático y majestuoso) para conocer a ocho pendencieros de la posguerra -lo mejorcito de casa casa-, y desplegar de paso su talento inmenso para crear personajes. Si ‘Django’galopaba a campo abierto y a plena luz del día, este western es decididamente frío y claustrofóbico. Menos icónico, tal vez, pero tan o más magistral en sus mimbres, en su soberbio tejido narrativo.
Sin sacar apenas las botas de un mesón perdido en la montaña, ‘The Hateful Eight’ exprime al máximo los diálogos y la tensión testosterónica que se va generando entre sus ocho indeseables huéspedes. La Mercería de Minnie se convierte entonces en un escenario teatral de alto voltaje, un encierro propicio para la comedia negra, algo parecido a aquel piso de ‘Un dios salvaje’ donde los personajes de Polanski se decían de todo menos guapos.
Por señalar alguna de las escenas antológicas, si es que la película no puede considerarse una única y proteica macroescena, podemos traer a colación el nervioso silencio que precede a cierto vómito espectacular, o el encontronazo glorioso del ex esclavo Marquis Warren con el anciano general Smithers, con su flashback jocosamente pasado de rosca y ese poder de los personajes tarantinianos para irse transmutando a través del texto. El que parece más cortés puede ser el mayor malnacido.
Cada momento de humor absurdo, cada recurso aparentemente caprichoso, cada uso recurrente del detalle -la carta de Lincoln-, tarareo de country o guitarra destrozada no hace sino engrandecer la función, y, como guinda del pastel, el western ultraviolento nos reserva un giro policíaco al estilo Agatha Christie que conviene no desvelar. Avasallados por una industria cinematográfica cada vez más impaciente y resultadista, Tarantino nos redescubre el placer de no tener prisa, de no tomarnos nada en serio, de sentarnos y cargar la pistola para dispararla cuando nos dé la real gana.
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