Joan Pau Inarejos
Hay pocos sabores tan hogareños como el de la pasta de dientes. Ungirse la boca con este aseo mentolado es el ritual previo y necesario para salir al exterior. A veces cohabita con la amargura de un café recién bebido, o con la sequedad de una noche de insomnio. Pero su aroma, impregnado en la lengua, siempre es una especie de recordatorio de nuestra casa.
El dentífrico, como el chicle o el jengibre de los restaurantes japoneses, se ha ganado un estatuto propio en el mundo organoléptico: debe ser saboreado, pero nunca ingerido. Esta sofisticación es muy propia de nuestra especie. Según Desmond Morris (‘El mono desnudo’), la pura degustación, el saboreamiento per se, es una herencia de nuestros padres simios. Y va más allá: tal predisposición nos ha impedido derivar en carnívoros salvajes. El depredador, sin el amortiguador del placer gustativo, busca su recompensa en la persecución del alimento: mata por matar. Nosotros, más que cazadores, somos catadores.
Por eso, hacer burbujas de chicle o entretenerse puntillosamente con el cepillo en la boca, con su aliciente saporífero, deberían ser consideradas conductas altamente civilizadas: en ellas, establecemos un hiato ilustrado entre boca y estómago, una separación entre placer y vida, entre higiene y necesidad. La pasta de dientes es un refinamiento efímero que devolvemos con un escupitajo, igual que los sumilleres cuando han evaluado sus caldos. Sus delicados diseños cromáticos no resisten la alquimia de las fauces y regresan al exterior como una mezcolanza terrosa y deslavazada que nos apresuramos en hacer desaparecer.
Las hay espesas y untuosas como la pintura al óleo, o leves y transparentes como una ráfaga que sólo pretende refrescar. Hay cepillados que nos sacan del letargo insípido y otros que borran el regusto campestre de un fin de semana. Y su propiedad más metafísica: nunca se acaba del todo. Pareciera que uno siempre puede estrujar el tubo en busca de un último sorbo. El dentífrico es una llamada diaria a no darlo todo por perdido.
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