por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
A punto de cumplir los 80, a Woody Allen aún le tienta saltar de un lado al otro de la cámara. Le rejuvenece. García Márquez dijo que escribía para que le quisieran. Intuimos que le ocurre algo parecido al de Manhattan: no quiere salir de los focos porque el público, a pesar de los pesares, sigue amando a este hombrecillo que se repite más que el ajo.
Da igual que encarne a un detective trasnochado, a un realizador ciego o a un proxeneta, como en esta comedia dirigida por su amigo, el actor y director John Turturro. Da igual, artísticamente hablando, que su vida privada sea más que turbia. Sabemos que Allen jamás interpreta, siempre se interpreta, con toda la dosis de realidad y ficción que ello conlleva. Así lo compramos en la tienda, así nos ha funcionado siempre y así nos sigue arrancando la carcajada.
Además, Turturro toma una decisión sabia: dosifica las muecas del abuelete y le deja en un eficaz segundo plano mientras deja que se desenvuelva una película mucho menos boba de lo que podría parecer. Ciertamente, el argumento se podría prestar a la brocha gorda: un viejo librero convence a su amigo, un manitas polivalente, para que se meta a prostituto y ambos se repartan los beneficios. Y lo harán -temblad, menorás- en un barrio de judíos ortodoxos.
He aquí el pretexto sexual para una comedia descabellada y con trenzas, que dispara momentos gozosos e irreverentes, como el juicio sumarísimo de los rabinos en el sótano o la emboscada a un escurridizo Allen en plena calle ("Deben de equivocarse, yo ya me circuncidé"). Sharon Stone y Sofia Vergara ejercen de explosivas y autoparódicas clientas. Y —oh, sorpresa—, entre carcajada y carcajada, la película nos reserva una tierna historia que conviene no desvelar —sí, tierna—, un atípico encuentro entre personas que hallan en el tálamo de pago un inopinado lugar de eclosión de sus sentimientos y rarezas. Además de orgasmos, hay película; de hecho, aquéllos no son más que un ardid muy secundario.
Aderezada con una banda sonora maravillosa, dirigida con elegancia y con cierto aire sesentero, 'Aprendiz de gigoló' definitivamente no es la astracanada chusca que se podría esperar, ni tampoco la enésima ligereza autoplagiada a la que nos tiene acostumbrados últimamente el autor de 'Annie Hall'. Turturro es ligero, pero no superficial, y su modesta parábola romántica es como una matización del universo alleniano, aquí más sutil y humanista que de costumbre, pero tan inteligente y desmitificador como en sus mejores ocasiones. ¿Habrá woodismo sin Woody?
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