por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 6,5
¿Y si el amor nos sorprendiera? ¿Y si de pronto una luz desbaratase toda nuestra armazón escéptica? ¿Y si existiera un truco sin resolver, o más aún, un milagro inexplicable? A sus casi ochenta primaveras, Woody Allen se pone sentimental y coge un descapotable hacia la Costa Azul de los años veinte. Desde allí fabula, suavemente, sobre estos y otros novelescos interrogantes.
El de Manhattan regresa a la década del jazz y la felicidad, como si se hubiera quedado a medias tras la escapada de 'Medianoche en París'. De nuevo en tierras francesas, Woody hace un alto en el camino, una mirada distraída hacia el mar o el cielo estrellado: 'Magic in the moonlight' es un pequeño suspiro de su genio cansado.
La falta de pretensiones es la mejor aliada de esta sencilla love story entre un mago sesudo y prepotente (Colin Firth) y una joven médium aparentemente ingenua como una mariposa (Emma Stone). El actor inglés encaja la faena de ser el álter ego del director —por la que ya han pasado Sean Penn, Owen Wilson, Larry David...— y consigue imprimir su propio sello de galán otoñal y elegante.
Emma Stone es la sorpresa de la función y una verdadera bocanada de aire fresco. Sin manierismos ni gestos estudiados, su interpretación borda ese aire de inocencia casi infantil que el personaje requería, en contraste con la madurez crepuscular del partenaire (¿alguien ha dicho Audrey Hepburn y George Peppard?). Ya podemos considerar a Sophie, esta visionaria de tres al cuarto con un punto de chaladura adolescente, otro monumento femenino del universo de Allen (aunque ciertamente no tan memorable como Jasmine-Cate Blanchett, y Annie Hall-Diane Keaton ya son palabras mayores...).
El contraste entre las dos personalidades permite al director dar rienda suelta a su acostumbrada dialéctica lenguaraz y socarrona. El cómico empeño del protagonista masculino en racionalizarlo todo, llegando a definir su propio enamoramiento como el “surgimiento de sentimientos positivos irracionales”, choca con la indolencia abstraída de ella. Aunque el tono general es de colores pastel, no faltan los dardos envenenados gentileza de la casa (“sólo eres guapa a las ocho y media en verano bajo la luz de la luna”).
Esta vez no podemos enfadarnos con Woody, porque ha logrado embaucarnos, sí, mágicamente, con esa hermosa recreación de los twenties, coloridos y vaporosos como sólo Scott Fitzgerald nos los hizo imaginar en 'El gran Gatsby'. La fotografía y el diseño de producción son intachables, especialmente en el vestuario, incluyendo esos bañadores castos que volverán a ponerse de moda de un momento a otro (al tiempo).
La película es vintage no únicamente en la forma, sino incluso en cierta manera de narrar, calmosa y un punto caprichosa (¿en qué comedia romántica actual puede alguien echarse a dormir frente a la cámara?). La secuencia del coche estropeado y el observatorio astronómico, con la lluvia sobre los cuerpos, encadena el recuerdo de 'Manhattan' con las ingenuas historias de amor de hace cincuenta o sesenta años. A estas alturas ya no esperamos la última y definitiva obra maestra de Woody Allen, que, como el mago de la película, parece haber cerrado los ojos con fuerza esperando alguna señal redentora o quizá un sueño inspirador durante la siesta.
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