JOSÉ ANTONIO MARINA, ‘TEORÍA DE LA INTELIGENCIA CREADORA’
“Es asombroso que el niño sumergido en el mundo del hablar adulto, ruidoso, confuso, imperfecto y alborotado, aprenda con tanta rapidez”
Resulta difícil imaginar cuán desvalido y pobre nace el niño. Arrancado o expulsado del oscuro y licuado seno maternal antes de tiempo, ya que todo niño, aun normal, es prematuro, es introducido en un confuso y acaso doloroso caos de sensaciones, cuando aún no posee más que una tercera parte de su capacidad cerebral (…).
Es, desde luego, asombroso que el niño sumergido en el mundo del hablar adulto, ruidoso, confuso, imperfecto y alborotado, aprenda con tanta rapidez. Emite sus primeras expresiones lingüísticas alrededor de su primer cumpleaños. Al año y medio usa unas veinte palabras, casi todas correspondientes a cosas pequeñas que el niño puede manejar fácilmente. Su diminuto diccionario nos introduce en un mundo de juguetes, comida y zapatos, y otras cosas manejables.
“‘Papá’ se refiere al progenitor presente y ‘mamá’ pide que se satisfaga una necesidad”
No debemos, empero, engañarnos: esas palabras no significan para el niño lo mismo que para el adulto: un caso curioso es el de las palabras “papá” y “mamá” que suelen causar cierta expectación en los padres, deseosos de saber a quién se dirige antes el niño. Los niños no siguen una regla fija y cualquiera de las dos palabras puede aparecer primero, pero ocurre que no sabemos lo que el niño quiere decir con ellas. Según Jakobson, para el niño la oposición papá-mamá no se basa en su aspecto físico o en su sexo, sino en otras funciones. “Papá” se refiere al progenitor que está presente y “mamá” se usa para pedir que se satisfaga una necesidad, o para solicitar la presencia del progenitor que puede satisfacer la necesidad (…).
A los tres años el léxico infantil se acerca a las 900 palabras, lo que es un salto de gigante. El significado de las palabras resulta todavía enigmático. El niño sabe, por ejemplo, que la palabra “pelota” se utiliza para designar la pelota, pero una vez que posee la palabra cae en la tentación de aplicarla a otros objetos (…). Dewey recoge la expresión “ball”, dicha por un niño de quince meses, señalando a la luna llena (…).
El niño nos ha tenido que adivinar y ahora, cuando comienza a hablar, somos nosotros los que tenemos que adivinarle a él. Sobre todo, cuando usa lo que técnicamente se llaman expresiones “holofrásticas”, frases de una sola palabra, con las que el niño cree tal vez que expresa perfectamente todo lo que piensa. Es posible que nos considere bastante torpes al comprobar que no entendemos lo que nos comunica de manera tan clara.
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