"La imagen polisémica escandaliza a las mentes puristas como una mujer abierta de piernas"
El mérito primitivo de la religión es estimular la imaginación, avivar el pensamiento figurativo. El relato mítico convierte el caos de pulsiones abstractas en un paisaje exterior. Carencia y deseo, impulso sexual, hambre y sed, se ordenan en un sistema de imágenes. La religión estetiza los conflictos interiores. Con el figurativismo, la psicología se proyecta en el cosmos en un movimiento de liberación o ‘descarga’ que corresponde a la creatividad y la producción. Gracias al mito y al objeto artístico nos hacemos ‘espectadores’ de nuestros miedos y anhelos. Podemos objetivarlos, adorarlos o reírnos de ellos.
Cuando la humanidad toma conciencia de estos mecanismos empieza a recelar de la imaginería. La crítica a la religión ‘fabuladora’ se inicia en el protestantismo y culmina en la Ilustración y la filosofía de la sospecha. Los protestantes creen que la imagen es una mera ‘intermediaria’ entre el hombre y la verdad, y que como tal debe ser suprimida: principio de economía.
Lo que olvidan los iconoclastas es que la imagen es mucho más que mensajera. Captura el mundo con más eficacia que el concepto, porque además de ‘significar’ tiene una materialidad propia. No la podemos reducir a una única interpretación. Ulises no es sólo la nostalgia. Es Ulises. Pero la imagen polisémica escandaliza a las mentes puristas como una mujer abierta de piernas. Los escandalizados ganan terreno y la psicología absorbe de nuevo el cosmos mitológico. Afrodita vuelve a ser libido. El titán vuelve a ser instinto. El individuo retoma el yugo de la responsabilidad moral y la consecuencia, dice Freud, es el conflicto neurótico. El grito de Munch.
El afán fabulador sigue vivo en lo más hondo, pero tiene un enemigo poderoso: la conciencia crítica, la sospecha, los cordura positivista. La modernidad, desde el ascetismo de Calvino hasta la abstracción de Mondrian, es una epopeya triste. Nos enseña la trastienda de la religión y merma todo su hechizo: 'era esto’. El intelectualismo es el fruto infeliz de la modernidad escéptica. Podemos decir que nos ‘libera’ en el sentido que nos hace conscientes de nuestras propias trapacerías y autoengaños. Pero no nos cura de los conflictos interiores como sí lo hacen las ficciones religiosas. ‘Tienes razón pero no me sanas’, dice el alma enferma.
JOAN PAU INAREJOS, septiembre 2004
foto: 'Destrucción de Babilonia' en un Beato medieval
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