La voz de la muchacha se recorta en los rascacielos, y su llanto está secreto en el tembleque de los planos de Tokyo
Lost in translation. Charlotte (Scarlett Johansson) habla por teléfono desde la habitación del enorme hotel. Mientras aparecen las panorámicas vidriosas de Tokyo, paisajes urbanos de abstracta melancolía, oímos sollozos femeninos. Podríamos ver directamente a Charlotte, sus lágrimas de universitaria americana desamparada entre los doce millones de habitantes de la megalópolis. Podríamos tener el primer plano de sus ojos rojizos. Pero no. La voz de la muchacha se recorta en los rascacielos, y su llanto está secreto en el tembleque delicado de los planos de Tokyo.
La disociación tiene un enorme poder conmovedor. Vemos una cosa y escuchamos otra. Alguien nos habla y otro alguien -oh, desconcierto- nos toca el hombro por detrás. El arte moderno ha comprendido este fenómeno, y divorcia la línea del color, el tema del estilo. Pensemos en Matisse, en Miró, en los expresionistas. Las figuras están escindidas de sus perfiles, se rebelan contra sus límites.
Nuestras ciudades son tan caleidoscópicas que, o bien nos hundimos en el remolino de la complejidad, o bien nos hundimos en el placer de la disociación. Tras este exagerado dilema, imaginemos Barcelona de noche. El tráfico es agobiante: el enjambre de coches y bocinas rodea una precaria silueta peatonal. El semáforo reverdece en la Diagonal, el peatón se pone los auriculares y he aquí que todo se transforma. A izquierda y derecha se extiende la urbe nocturna, infinitamente alumbrada, mientras él desfila por el paso de cebra con los ensueños del track 3.
La disociación tiene un enorme poder conmovedor. Vemos una cosa y escuchamos otra. Alguien nos habla y otro alguien -oh, desconcierto- nos toca el hombro por detrás. El arte moderno ha comprendido este fenómeno, y divorcia la línea del color, el tema del estilo. Pensemos en Matisse, en Miró, en los expresionistas. Las figuras están escindidas de sus perfiles, se rebelan contra sus límites.
Nuestras ciudades son tan caleidoscópicas que, o bien nos hundimos en el remolino de la complejidad, o bien nos hundimos en el placer de la disociación. Tras este exagerado dilema, imaginemos Barcelona de noche. El tráfico es agobiante: el enjambre de coches y bocinas rodea una precaria silueta peatonal. El semáforo reverdece en la Diagonal, el peatón se pone los auriculares y he aquí que todo se transforma. A izquierda y derecha se extiende la urbe nocturna, infinitamente alumbrada, mientras él desfila por el paso de cebra con los ensueños del track 3.
JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004
foto: Tokyo de noche
foto: Tokyo de noche
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