SLAVOJ ZIZEK
La mala suerte (y el papel) de Le Pen fue introducir ciertos temas (la amenaza externa, la necesidad de limitar la inmigración, etcétera) que después adoptaron calladamente no sólo los partidos conservadores, sino incluso las políticas de facto de los Gobiernos "socialistas". Casi me tienta decir que, de no haber habido un Le Pen en Francia, habría que haberlo inventado: él es la perfecta figura a quien la gente le encanta odiar, hacia la cual el odio garantiza el "pacto" liberal-democrático genera, la patética identificación con los valores democráticos de tolerancia y respeto hacia la diversidad; sin embargo, después de gritar "¡Qué horrible! ¡Qué oscuro e incivilizado! ¡Totalmente inaceptable! ¡Una amenaza a nuestros valores democráticos más básicos!", los indignados liberales pocedieron a actuar como "Le Pen con rostro humano", a hacer lo mismo de modo más "civilizado", de acuerdo con la línea de "Pero los populistas racistas están manipulando las preocupaciones legítimas de la gente de a pie, así que tenemos que tomar algunas medidas"... Hoy día, la spuesta necesidad de "regular" el estatus de los inmigrantes, etcétera, es parte del consenso corriente: como dijo el dirigente socialista francés Laurent Fabius, Le Pen hizo las preguntas correctas, lo que pasa es que dio las respuestas equivocadas. La "vergüenza" en cuanto a Le Pen fue por tanto la vergüenza que se da cuando se arrancan las máscaras de la hipocresía y se nos enfrenta con nuestra verdadera posición.
Tenemos aquí una perversa "negación de la negación" hegeliana: en una primera negación, la derecha populista altera el aséptico consenso liberal al darle voz a la disidencia apasionada, argumentando claramente en contra de la "amenaza extranjera"; en una segunda negación, el "decente" centro democrático, en el gesto mismo de rechazar patéticamente a esta derecha populista, integra su mensaje de manera "civilizada": entre medias, el campo entero de "reglas no escritas" de contexto ya ha cambiado tanto que nadie ni siquiera lo nota, y todo el mundo se siente aliviado de que la amenaza antidemocrática haya pasado.
Y el verdadero peligro es que suceda algo similar con la "guerra contra el terror": "extremistas" como John Aschcroft perderán su crédito, pero su legado permanecerá, entrelazado de manera imperceptible en el tejido ético invisible de nuestras sociedades. Su derrota será su triunfo final: ya no se les necesitará, dado que su mensaje será parte corriente de la opinión dominante. Esta derrota señalará de manera simultánea la derrota de la democracia misma, su impotencia frente a una amenaza populista de derechas.
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